• El cuadro de la nube de tormenta

    Cuentos de Andersen
    En lo alto de una torre muy, muy alta, donde el viento jugaba a las escondidas entre las almenas, vivía un joven príncipe. No era un príncipe que soñara con dragones o tesoros, ¡no! A él le encantaba mirar el cielo. Pasaba horas observando cómo las nubes cambiaban de forma, como si fueran algodón de azúcar gigante jugando a transformarse.

    Un día, mientras el cielo se ponía un poco gruñón y oscuro, anunciando una tormenta, el príncipe vio algo asombroso. Las nubes de lluvia, grises y espesas, comenzaron a moverse y a juntarse de una manera muy especial. ¡Puf! De repente, formaron la imagen perfecta de una princesa. Tenía el cabello como cascadas de sol y una sonrisa tan dulce que parecía una fresa madura. El príncipe se quedó con la boca abierta, ¡era la muchacha más bonita que jamás había imaginado!

    Pero tan rápido como apareció, ¡zas!, un soplo de viento travieso deshizo la imagen y la princesa de nube se esfumó. El príncipe sintió una punzada en el corazón. "¿Quién era esa princesa tan maravillosa?", se preguntó. Desde ese día, el príncipe ya no sonreía tanto. Dibujaba nubes con forma de princesa en todos sus cuadernos y soñaba con ella cada noche.

    "Tengo que encontrarla", decidió una mañana. Así que preparó su caballo más valiente, se despidió de sus papás, el rey y la reina, y partió en busca de su princesa de nube.

    Viajó por valles verdes y montañas azules. Cruzó ríos cantarines y bosques misteriosos. En cada pueblo y en cada castillo preguntaba: "¿Han visto a una princesa que parece hecha de nubes de tormenta, con una sonrisa como el sol después de la lluvia?". La gente lo miraba un poco extrañada, meneaban la cabeza y le ofrecían un vaso de leche o un trozo de pan.

    El príncipe empezaba a sentirse un poco desanimado. Quizás su princesa de nube solo había sido un sueño. Pero un atardecer, llegó a un reino donde las flores olían a caramelo y los pájaros cantaban canciones alegres. Y allí, en un jardín lleno de rosas, vio a una princesa.

    ¡Era ella! ¡Igualita a la princesa que había visto en las nubes! Su cabello brillaba como el sol y su sonrisa era igual de dulce. El corazón del príncipe dio un salto como un conejo feliz.

    Se acercó con cuidado y le contó su aventura: cómo la había visto dibujada en el cielo por una nube de tormenta. La princesa lo escuchó con atención, y cuando él terminó, ella sonrió. ¡Era la misma sonrisa!

    Resultó que ella también amaba mirar las nubes y a veces sentía que el viento le contaba secretos. No se habían conocido por arte de magia de nubes, pero al príncipe le gustaba pensar que el cielo le había mostrado el camino.

    Se hicieron muy amigos, luego se quisieron mucho y, como en los cuentos más bonitos, se casaron y fueron muy felices. Y de vez en cuando, cuando una tormenta se acercaba, salían juntos al balcón, tomados de la mano, a ver si las nubes les dibujaban alguna otra sorpresa en el cielo.

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