• El niño de la vid

    Cuentos de Andersen
    En una noche muy, muy fría, cuando los copos de nieve bailaban en el aire como pequeñas plumas blancas, una niña caminaba sola por las calles de la ciudad. No llevaba gorro ni guantes, y sus piececitos descalzos estaban rojos como tomates por el frío. En su viejo delantal llevaba un montón de cajitas de fósforos para vender.

    "¡Fósforos! ¿Quién quiere fósforos calentitos?", decía con una vocecita que apenas se oía. Pero la gente pasaba de prisa, pensando en sus cenas calentitas y sus casas abrigadas. Nadie le compró ni un solo fósforo.

    La pobrecita tenía tanta hambre y tanto frío que sus dientes castañeteaban como si tocaran una canción. No se atrevía a volver a casa, porque si no llevaba dinero, su papá se enfadaría mucho.

    Buscó un rinconcito entre dos casas, donde el viento no soplaba tan fuerte, y se acurrucó. Sus manitas estaban casi congeladas. "Quizás si enciendo un fósforo me caliente un poquito", pensó.

    ¡Ras! Frotó un fósforo contra la pared. ¡Qué llama tan bonita y cálida! La niña acercó sus manos y le pareció que estaba sentada frente a una gran estufa de hierro, de esas que dan un calorcito delicioso. ¡Qué bien se sentía! Estiró sus pies para calentarlos también, pero ¡puf! el fósforo se apagó y la estufa desapareció. Solo quedó la pared fría y húmeda.

    Encendió otro fósforo. Esta vez, la luz brilló sobre la pared y esta se volvió transparente como un cristal. Pudo ver el interior de una casa. Había una mesa cubierta con un mantel blanco como la nieve, y sobre ella, ¡un pavo asado relleno de manzanas y ciruelas que olía de maravilla! De repente, el pavo saltó de la fuente y empezó a caminar hacia ella con un cuchillo y un tenedor clavados en la espalda. ¡Qué gracioso! Pero entonces, ¡puf! el fósforo se apagó, y solo vio la gruesa pared.

    Encendió un tercer fósforo. Ahora se encontró sentada debajo de un árbol de Navidad precioso. Era mucho más grande y más bonito que el que había visto en la casa rica a través de la ventana. Miles de velitas de colores brillaban en sus ramas verdes, y colgaban juguetes que parecían sonreírle. La niña levantó sus manitas hacia las luces, pero el fósforo se apagó. Todas las luces del árbol empezaron a subir, a subir, y vio que en realidad eran las estrellas brillantes del cielo.

    Una estrella cayó entonces, dibujando una larga línea de fuego en el cielo oscuro. "Alguien se está muriendo", pensó la niña. Su abuelita, la única persona que la había querido de verdad y que ya no estaba, le había dicho que cuando una estrella cae, un alma sube al cielo.

    Volvió a frotar un fósforo contra la pared. Una gran luz la rodeó, y en medio de ese resplandor, vio a su abuelita, tan buena, tan dulce, sonriéndole con cariño.

    "¡Abuelita!", gritó la niña. "¡Llévame contigo! Sé que te irás cuando el fósforo se apague, como la estufa calentita, el pavo delicioso y el árbol de Navidad tan bonito".

    Y para que su abuelita no se fuera, encendió rápidamente todos los fósforos que le quedaban en la cajita. ¡Menudo resplandor! Los fósforos brillaron con una luz más clara que la del mediodía. Su abuelita nunca le había parecido tan alta ni tan hermosa. La tomó en sus brazos, y las dos, llenas de alegría y luz, volaron muy, muy alto. Allá arriba no hacía frío, ni había hambre, ni tristeza.

    A la mañana siguiente, cuando el sol pintaba de rosa el cielo helado, la gente encontró a la pequeña niña en el rincón. Tenía las mejillas sonrosadas y una sonrisa en los labios. Estaba quietecita, con un puñado de fósforos quemados en la mano.

    "Pobrecita, seguro que intentó calentarse", dijeron algunos.

    Pero nadie supo las cosas maravillosas que había visto, ni con qué alegría había entrado, junto a su abuelita, en un lugar lleno de felicidad y calor para siempre.

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