• El silencio

    Cuentos de Andersen
    En un reino donde los pájaros cantaban melodías alegres y las flores sonreían al sol, vivía una princesa llamada Aurora que tenía un pequeño secreto: ¡no hablaba! No es que no pudiera, ¡claro que no! Simplemente, desde muy pequeñita, había decidido guardar sus palabras como un tesoro.

    Su padre, el Rey Fortunato, un hombre bueno con una barba tan larga que a veces tropezaba con ella, estaba muy preocupado. "¡Ay, mi querida Aurora!", suspiraba. "¿Cuándo escucharé tu dulce voz?". Su madre, la Reina Clementina, que hacía las mejores galletas de jengibre del mundo, también se entristecía.

    Así que el Rey Fortunato tuvo una idea. Anunció por todo el reino, con trompetas y tambores: "¡Aquel valiente o ingenioso que logre que mi hija, la princesa Aurora, diga aunque sea una sola palabra, recibirá un cofre lleno de monedas de chocolate y la oportunidad de ser su mejor amigo!".

    Llegaron príncipes de reinos lejanos con chistes malísimos que no harían reír ni a una hiena. Llegaron magos con trucos tan complicados que se enredaban ellos mismos con sus varitas. Llegaron juglares que cantaban canciones tan desafinadas que los pájaros se tapaban los oídos con sus alitas. ¡Pobre Aurora! Ella solo los miraba con sus grandes ojos azules, a veces con una media sonrisa, pero seguía en silencio.

    Un día, apareció en el palacio un joven llamado Mateo. No llevaba corona ni capa elegante, solo una mochila un poco desgastada y una sonrisa amable. Mateo no intentó contarle un chiste a la princesa, ni hacer un truco de magia. Se sentó tranquilamente en el jardín, no muy lejos de donde Aurora leía un libro.

    De su mochila, Mateo sacó tres cosas: una patata con una forma muy rara, un zapato viejo y una pequeña caracola.

    Primero, tomó la patata. "Vaya, señora Patata", dijo Mateo en voz alta, como si la patata pudiera entenderle. "Hoy tiene usted una cara un poco enfadada. ¿Será que el sol le da demasiado fuerte en la peladura?". La princesa levantó la vista de su libro, curiosa.

    Luego, Mateo cogió el zapato viejo. "Y usted, señor Zapato, ¡cuántas aventuras habrá vivido! Seguro que ha pisado charcos de barro y bailado en fiestas elegantes. ¿No le gustaría contarme alguna historia?". Aurora dejó su libro a un lado y se acercó un poquito, sin hacer ruido.

    Finalmente, Mateo tomó la caracola y se la acercó al oído. "¡Oh! ¿De verdad?", exclamó sorprendido. "Dice la caracola que dentro de ella vive un eco que está muy solito y que le encantaría escuchar una voz nueva". Mateo miró a la princesa con picardía.

    Aurora lo observó, y una pequeña risita, como el sonido de campanitas, se escapó de sus labios. Mateo siguió hablando con la caracola: "Dice que si alguien le susurra un secreto, ella lo guardará para siempre en el fondo del mar".

    Entonces, la princesa Aurora, con una sonrisa traviesa, se acercó a Mateo, tomó la caracola y susurró muy bajito: "¿Y si le cuento que me encantan las galletas de jengibre de mi mamá?".

    ¡Zas! ¡Lo había dicho! ¡Había hablado!

    El Rey Fortunato, que estaba escondido detrás de un rosal (y casi se pincha con una espina), saltó de alegría. La Reina Clementina aplaudió tan fuerte que casi se le caen las gafas.

    Mateo sonrió. No había hecho nada extraordinario, solo había sido él mismo y había jugado con la imaginación.

    Desde ese día, la princesa Aurora no paró de hablar. Descubrió que compartir sus pensamientos y risas era mucho más divertido que guardarlos. Mateo se convirtió en su mejor amigo, y juntos compartieron muchas aventuras, charlas y, por supuesto, ¡muchísimas galletas de jengibre! Y el reino se llenó, no solo del canto de los pájaros, sino también de la alegre y dulce voz de la princesa Aurora.

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