• Los dos hijos del rey

    Cuentos de los Hermanos Grimm
    En un reino brillante como el sol, vivía un rey que tenía un hijo muy curioso. Un día, una sabia del reino le dijo al rey: "Cuida a tu hijo, porque cuando cumpla dieciséis años, un ciervo podría traerle un gran peligro... ¡o una gran aventura!"

    El príncipe creció fuerte y valiente. Cuando llegó su cumpleaños número dieciséis, ¡zas!, se fue de caza al bosque. No había pasado mucho tiempo cuando vio un ciervo blanco como la nieve, con unos cuernos que parecían de oro puro. ¡Qué maravilla! El príncipe, emocionado, empezó a seguirlo. El ciervo corría y corría, y el príncipe detrás, hasta que llegaron a lo más profundo de un bosque encantado.

    De repente, el ciervo se detuvo y, ¡abracadabra!, se transformó en un rey con una barba larguísima y ojos amables. "Joven príncipe," dijo el rey del bosque, "has sido valiente al seguirme. Como recompensa, te daré la mano de mi hija, que es más bella que una flor de primavera. Pero hay una condición muy importante: durante siete años, ella no debe salir del castillo donde vivirán juntos. Si sale antes de tiempo, una gran tristeza podría caer sobre ustedes."

    El príncipe, que ya se imaginaba a una princesa encantadora, aceptó sin dudar. El rey del bosque lo llevó a un palacio escondido entre árboles gigantes, y allí conoció a la princesa. ¡Era tan hermosa y alegre que el príncipe se enamoró al instante! Se casaron y vivieron muy felices en aquel castillo mágico. El príncipe se olvidó casi por completo de la advertencia.

    Pasaron casi siete años. Un día, la princesa escuchó música y risas que venían de lejos. Era la gran fiesta anual del reino vecino. "¡Ay, mi amor!", le dijo al príncipe, "¡qué ganas tengo de ir a esa fiesta! ¡Por favor, por favor, déjame ir! Solo será un ratito."
    El príncipe recordó la advertencia del rey del bosque y le dijo que no. Pero la princesa insistió tanto, con ojitos de caramelo y pucheros, que al final el príncipe cedió. "Está bien," dijo, "pero solo un momento, y no te separes de mí."

    Fueron a la fiesta. Todo era bailes, luces y alegría. La princesa estaba tan contenta que dio una voltereta de felicidad. Pero en ese instante, ¡puf!, una bruja un poco gruñona que pasaba por allí la vio y, con un hechizo rápido, la hizo desaparecer y se la llevó a su guarida lejana.

    El príncipe se quedó con la boca abierta. ¡Su princesa había desaparecido! Se puso tristísimo y empezó a llorar. "¡Tengo que encontrarla!", gritó con todas sus fuerzas. Y así, comenzó a buscarla por todas partes, día y noche, sin descanso.

    Después de mucho caminar, llegó a una montaña donde tres gigantes grandulones estaban discutiendo a gritos.
    "¡Estas botas son mías! ¡Con ellas puedo correr más rápido que el viento!", decía uno.
    "¡Pues esta capa es mejor! ¡Si me la pongo, nadie puede verme!", respondía el otro.
    "¡Tonterías!", rugía el tercero. "¡Esta espada es la más poderosa! ¡Puede cortar cualquier cosa, hasta una montaña de cristal!"

    El príncipe, que además de valiente era astuto como un zorro, se acercó y les dijo: "¡Hola, amigos gigantes! Veo que tienen unos objetos maravillosos. ¿Por qué no hacen una carrera hasta aquella montaña que se ve a lo lejos? El que llegue primero, se queda con todo."
    A los gigantes, que no eran muy listos, les pareció una idea genial. Dejaron las botas, la capa y la espada en el suelo y empezaron a correr, ¡plaf, plaf, plaf!, haciendo temblar la tierra.
    En cuanto se alejaron un poco, el príncipe, ¡rapidísimo!, se puso las botas veloces, agarró la capa de invisibilidad y la espada mágica, y ¡adiós muy buenas!

    Con las botas, corrió y corrió hasta que llegó a una altísima montaña hecha toda de cristal brillante. "Seguro que mi princesa está aquí", pensó. Se puso la capa para volverse invisible y, con la espada mágica, ¡zas!, dio un golpe a la puerta de cristal, que se rompió en mil pedacitos.
    Dentro, en una habitación muy triste, estaba su princesa, prisionera de la bruja gruñona. La bruja, al ver entrar al príncipe (que ya se había quitado la capa) y oír el ruido, se asustó tanto que salió volando en su escoba por una ventana y no se la volvió a ver jamás.

    El príncipe y la princesa se abrazaron muy, muy fuerte. ¡Estaban tan felices de reencontrarse! Regresaron juntos a su reino, y esta vez, ¡hicieron muchas fiestas en su propio castillo! Y, por supuesto, vivieron felices para siempre, comiendo perdices ¡y muchos pasteles de chocolate!

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