• El cuervo

    Cuentos de los Hermanos Grimm
    "¡Ay, qué niña tan traviesa!" pensó la reina un día, mirando a su hija hacer una nueva travesura en el jardín. "A veces, ¡desearía que fueras un cuervo y te fueras volando lejos, para tener un poquito de calma!"

    Apenas terminó de decirlo, ¡zas! La princesa se transformó en un cuervo negro como la noche y, con un graznido sorprendido, salió volando por encima de los árboles, perdiéndose de vista. La reina se tapó la boca, ¡no podía creer lo que había pasado por un simple deseo!

    El cuervo voló y voló, muy triste, hasta llegar a un bosque oscuro y espeso. Allí se posó en una rama alta. Un día, un joven amable y valiente que exploraba el bosque escuchó un graznido que sonaba diferente, casi como un lamento. Siguió el sonido y encontró al cuervo.

    "Soy una princesa encantada," dijo el cuervo con una vocecita humana que sorprendió al joven. "Mi madre, sin querer, deseó que me convirtiera en esto. Pero tú, buen hombre, podrías liberarme."

    "¿De verdad? ¿Y cómo puedo ayudarte?", preguntó el joven, con el corazón lleno de aventura.

    "Es un poco complicado", explicó el cuervo. "Debes ir a una cabaña en lo profundo de este bosque. Allí vive una anciana. Ella te ofrecerá comida y bebida, pero ¡atención! No debes aceptar nada, ni un sorbito ni una migaja. Si comes o bebes algo, caerás en un sueño profundo y no podrás ayudarme. Cuando llegues, espérame en su jardín."

    El joven, decidido a ayudar, caminó hasta encontrar la cabaña. La anciana, con una sonrisa un poco extraña, le abrió la puerta. "¡Pobre muchacho, debes estar agotado y muerto de hambre!", dijo, y rápidamente le ofreció un vaso de leche fresca y un trozo de pan recién horneado. El joven estaba tan cansado del viaje y el pan olía tan bien, que olvidó la advertencia del cuervo y aceptó. Apenas dio un bocado y un sorbo, ¡plof!, cayó profundamente dormido en una silla.

    Al atardecer, el cuervo llegó volando al jardín. Vio al joven dormido a través de la ventana y suspiró con tristeza. Dejó a su lado un pequeño trozo de pan, como el que él había comido, y se fue volando.

    Cuando el joven despertó al día siguiente, se sintió terrible al recordar. "¡Hoy sí lo lograré!", se dijo. Volvió a la cabaña. La anciana, otra vez muy amable, le ofreció esta vez un plato de sopa caliente y un vaso de jugo. El olor era delicioso y el joven tenía mucha sed... y sí, volvió a caer dormido. El cuervo llegó, lo vio, y esta vez dejó una pequeña jarrita de vino junto a él, con otro suspiro aún más triste.

    Al tercer día, el joven estaba realmente avergonzado pero más decidido que nunca. "¡Esta vez no caeré!", pensó con fuerza. Pero la anciana fue muy astuta. Sacó un pastel de manzana que olía a gloria y le dijo: "Solo un pedacito, para que recuperes fuerzas". El joven luchó, pero el aroma era irresistible... y se durmió por tercera vez.

    El cuervo llegó y, al verlo dormido de nuevo, unas lagrimitas de cuervo rodaron por sus plumas. Le puso un pequeño anillo de oro en el dedo y le susurró al oído, aunque él no podía oírla: "Ya no puedes liberarme de esta manera. Si de verdad quieres ayudarme, tendrás que buscarme en el Castillo Dorado de Stromberg. Para tu viaje, toma este pan mágico que nunca se acaba, esta botella de vino que siempre está llena, y este pedazo de carne que nunca disminuye." Y con el corazón roto, se fue volando.

    Cuando el joven despertó y vio el anillo, y recordó las palabras que creía haber soñado, se sintió el peor de los héroes. ¡Pero no se iba a rendir! Con el pan, el vino y la carne mágicos, partió en busca del Castillo Dorado de Stromberg.

    Caminó y caminó durante días y días. Un día, se encontró con un gigante enorme que estaba de mal humor porque tenía hambre. "¡Dame algo de comer o te aplastaré!", rugió el gigante. El joven, sin miedo, compartió su pan, vino y carne mágicos. El gigante comió hasta quedar satisfecho y, agradecido, le dijo: "El Castillo Dorado de Stromberg está muy lejos, sobre una montaña de cristal. Sigue por ese camino y quizás encuentres a mi hermano, que sabe más."

    Así lo hizo, encontró a otro gigante, compartió su comida de nuevo, y este segundo gigante le dio las últimas indicaciones para llegar a la montaña de cristal.

    ¡Y qué montaña! Era altísima y tan lisa como un espejo. El joven intentó escalarla, pero resbalaba una y otra vez. Desanimado, construyó una pequeña cabaña al pie de la montaña y se quedó allí un año entero, mirando el castillo en la cima y pensando qué hacer.

    Un día, vio a tres bandidos discutiendo a gritos. Estaban peleando por tres objetos mágicos: una capa que te hacía invisible, unas botas que te permitían correr tan rápido como el pensamiento, y una espada que podía cortar cualquier cosa. El joven tuvo una idea astuta. Se acercó y les dijo: "¡Amigos! Para decidir quién se queda con tan maravillosos tesoros, ¿por qué no hacen una carrera hasta aquel roble lejano? El primero que llegue y lo toque, se queda con todo."

    Los bandidos, que no eran muy listos, aceptaron el desafío y salieron corriendo como locos. En cuanto se alejaron, el joven rápidamente tomó la capa, se puso las botas y agarró la espada. ¡Ahora sí estaba listo!

    Con las botas mágicas, subió la montaña de cristal en un abrir y cerrar de ojos. Se puso la capa de invisibilidad y entró al Castillo Dorado sin que nadie lo viera. En el gran salón, vio a la princesa. ¡Ya no era un cuervo! Era una joven hermosa, pero tenía una cara muy triste porque la iban a casar con un hechicero dueño del castillo.

    El joven invisible se colocó detrás de ella. Cuando le sirvieron un plato de comida deliciosa, él, invisible, se la comió antes de que ella pudiera probarla. Cuando le llenaron la copa de vino, él se la bebió.

    "¡Ay, cielos!", exclamó la princesa, asustada. "¡Es como si los fantasmas me quitaran la comida y la bebida de la boca!" Todos en la mesa se quedaron extrañados.

    La princesa, muy confundida, se retiró a su habitación. El joven la siguió, siempre invisible. Una vez dentro, se quitó la capa.

    "¡Soy yo!", dijo, mostrándole el anillo de oro que ella le había dejado.

    Los ojos de la princesa se iluminaron de alegría. "¡Has venido! ¡Sabía que lo harías!"

    No había tiempo que perder. Con la espada mágica, el joven se abrió paso entre los guardias que intentaron detenerlos, y con las botas mágicas, él y la princesa bajaron la montaña de cristal y corrieron lejos del Castillo Dorado de Stromberg.

    Regresaron al reino de la princesa, donde la reina lloró de alegría al ver a su hija de nuevo y pidió mil perdones. El joven y la princesa se casaron, y fueron increíblemente felices, celebrando con grandes banquetes donde, esta vez sí, la princesa podía comer tranquila todo lo que quisiera.

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