• El pobre y el rico

    Cuentos de los Hermanos Grimm
    En un caminito lleno de sol y polvo, caminaba un día un viajero muy especial. No parecía gran cosa, con ropas sencillas y sandalias gastadas, pero sus ojos brillaban con una luz diferente.

    Llegó a una casa grandota, con un jardín lleno de flores de colores y una puerta de madera maciza. ¡Toc, toc! Golpeó suavemente.
    Salió un hombre con ropa elegante pero con cara de pocos amigos.
    "Buenas tardes, buen hombre," dijo el viajero. "¿Podría darme un lugarcito para descansar y un poco de agua? Estoy muy cansado del camino."
    El hombre rico frunció el ceño. "¡Uf! ¿Descansar aquí? ¡Ni pensarlo! Mi casa no es posada para cualquiera. Además, ensuciarás mis alfombras. ¡Siga su camino!" Y le cerró la puerta en las narices.

    El viajero, un poco triste pero sin perder la sonrisa, siguió andando. Un poco más allá, vio una casita pequeña, muy humilde, pero con una chimenea que echaba un humito amigable y unas florecillas silvestres en la ventana. ¡Toc, toc!
    Abrió la puerta un hombre con ropa remendada, pero con una sonrisa tan grande como el sol.
    "Buenas tardes," dijo el viajero. "¿Sería tan amable de ofrecerme un rincón para pasar la noche y un traguito de agua?"
    El hombre pobre abrió mucho los ojos y luego sonrió aún más. "¡Claro que sí, buen hombre! Entre, entre. No tenemos mucho, mi esposa y yo, pero lo poco que hay, lo compartiremos con gusto."

    La esposa del hombre pobre, igual de amable, le ofreció al viajero un cuenco de sopa caliente y un pedazo de pan. Cenaron juntos, charlando y riendo como si se conocieran de toda la vida. Le dieron su única manta buena para que durmiera calentito.

    A la mañana siguiente, cuando el viajero se preparaba para irse, les dijo: "Han sido tan buenos conmigo, han compartido lo poco que tenían con un corazón tan grande, que quiero concederles tres deseos. Pidan lo que quieran."
    El hombre pobre y su esposa se miraron sorprendidos. Después de cuchichear un poquito, el hombre pobre dijo:
    "Bueno, primero, quisiéramos tener siempre salud, para poder trabajar y cuidarnos el uno al otro."
    El viajero asintió con una sonrisa.
    "Segundo," continuó la esposa, "que nunca nos falte en nuestra mesa un poquito de comida para nosotros y para quien llegue con hambre a nuestra puerta."
    El viajero sonrió aún más.
    "Y tercero," dijo el hombre pobre, "después de vivir muchos años felices y tranquilos, poder ir juntos al cielo."
    El viajero los miró con ternura. "Sus deseos son nobles y buenos. Así será." Y con una luz suave, el viajero desapareció. Y así fue, vivieron con salud, nunca les faltó qué comer y compartir, y fueron muy felices.

    Mientras tanto, el hombre rico se enteró de la visita del viajero especial y de los tres deseos concedidos a sus vecinos pobres. ¡Qué envidia le dio! "¡Si hubiera sabido quién era!", pensó. "¡Yo también quiero tres deseos!"
    Así que se puso a buscar al viajero por todas partes, preguntando a todo el mundo. Finalmente, lo encontró descansando bajo un árbol.
    "¡Eh, tú, viajero!", gritó el hombre rico sin aliento. "¡He oído que concedes deseos! ¡A mí, a mí también tres deseos! ¡Y que sean buenos, eh!"
    El viajero lo miró con calma. "Está bien. Pide."
    El hombre rico se frotó las manos, pensando rápido.
    "Primero, ¡quiero que mi caballo más veloz gane todas las carreras, para ser el más famoso y rico de la comarca!"
    "Concedido," dijo el viajero.
    "Segundo, ¡quiero que mi cofre del tesoro se llene de oro hasta arriba cada mañana, sin que yo tenga que mover un dedo!"
    "Concedido," repitió el viajero, con la voz un poco más seria.
    "Y tercero...", el hombre rico pensó y pensó, "¿qué más puedo querer?... ¡Ah, ya sé! ¡Quiero que ese vecino molesto que tengo, el que siempre está cantando desafinado, se quede mudo para siempre!"
    El viajero suspiró. "También eso te será concedido." Y desapareció.

    El hombre rico volvió a su casa dando saltos de alegría. Y sí, su caballo ganó todas las carreras, pero él siempre estaba nervioso por si perdía la siguiente. Su cofre se llenaba de oro cada día, pero pasaba tanto tiempo contándolo y preocupado por si se lo robaban, que no disfrutaba de nada. Y su vecino dejó de cantar, pero entonces le molestaba el ruido de los pájaros, o el viento, o sus propios pensamientos.
    Tenía todo lo que había pedido, pero se sentía más solo y gruñón que nunca.

    Y así fue como todos en aquel lugar aprendieron que un corazón generoso y amable vale más que todas las riquezas del mundo, y que la verdadera felicidad se encuentra en compartir las cosas sencillas de la vida, no solo en tener y tener.

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