Los doce meses
Cuentos de Andersen
En una casita pintoresca, al borde de un bosque donde los árboles susurraban secretos al viento, vivía una dulce niña llamada Marusha. Marusha era amable y siempre sonreía, pero ¡qué pena!, su madrastra y su hermanastra, Helena, no eran nada simpáticas con ella. La hacían trabajar sin parar, desde que el sol saludaba por la mañana hasta que la luna bostezaba por la noche, mientras ellas dos se sentaban cómodamente junto a la chimenea.
Un día de enero, cuando el mundo entero parecía un gran algodón de azúcar blanco por tanta nieve, a Helena se le antojó algo muy raro.
"¡Marusha!", gritó. "¡Quiero violetas frescas! Ve al bosque y tráeme un ramo bien grande para mi habitación".
Marusha abrió los ojos como platos. "¿Violetas? ¿En pleno invierno, con este frío que congela hasta los pensamientos?".
"¡No discutas y ve!", ordenó la madrastra, empujándola hacia la puerta.
Con lágrimas helándose en sus mejillas, Marusha se adentró en el bosque nevado. Caminó y caminó, hasta que a lo lejos vio una luz brillante. Se acercó con curiosidad y encontró a doce hombres sentados alrededor de una fogata enorme y calentita. Eran los Doce Meses del Año. El más anciano, con una barba larga y blanca como la nieve, era Enero.
Marusha, con voz temblorosa, les contó por qué estaba allí.
Enero la miró con bondad y le dijo al joven y risueño Marzo: "Hermano Marzo, creo que tú puedes ayudarla".
Marzo se levantó, tomó un bastón mágico y lo agitó sobre el fuego. ¡Puf! La nieve alrededor comenzó a derretirse, la hierba creció verde y fresca, y de repente, ¡un montón de violetas perfumadas aparecieron como por arte de magia!
Marusha, feliz, recogió un hermoso ramo, dio las gracias mil veces y corrió a casa. La madrastra y Helena no podían creer lo que veían sus ojos.
Pocos días después, a Helena se le ocurrió otra idea. "¡Marusha!", exclamó. "Hoy quiero fresas rojas y jugosas. ¡Ve a buscarlas!".
De nuevo, la pobre Marusha tuvo que ir al bosque. Y de nuevo, encontró a los Doce Meses junto a su fogata. Esta vez, Enero llamó al alegre Junio.
Junio, con una sonrisa que parecía el sol de verano, agitó su bastón. ¡Zas! Al instante, el suelo se cubrió de plantas de fresas cargadas de frutos rojos y brillantes.
Marusha llenó su delantal con las fresas más dulces que jamás había probado, agradeció a los Meses y volvió volando. ¡Qué cara de sorpresa pusieron en casa!
Pero la envidia de Helena era más grande que una montaña. "¡No es suficiente!", refunfuñó. "Ahora quiero manzanas rojas y crujientes, ¡de esas que hacen ruido al morder!".
Marusha, ya un poco más confiada, fue directamente a la montaña. Los Doce Meses la recibieron con sonrisas. Enero llamó a Septiembre, el mes de las frutas maduras.
Septiembre, con su aire tranquilo, solo tuvo que tocar un árbol cercano y ¡plaf, plaf, plaf! Cayeron manzanas rojas y perfectas, listas para comer.
Marusha llevó una cesta llena a casa. La madrastra y Helena comieron manzanas hasta que les dolió la barriga.
"¡Esto es increíble!", dijo la madrastra. "Si esa niña tonta puede conseguirlo, ¡imagina lo que conseguiremos nosotras! ¡Iremos y pediremos tesoros!".
Así que la madrastra y Helena se abrigaron bien y subieron la montaña. Encontraron la fogata y a los Doce Meses. Pero en lugar de pedir las cosas con amabilidad como Marusha, fueron muy maleducadas.
"¡Eh, vosotros, viejos!", gritó Helena. "¡Queremos que nos deis oro, joyas y las frutas más raras del mundo, y rápido!".
Enero frunció el ceño. Su barba pareció erizarse como el hielo. El fuego de la fogata bajó su intensidad hasta casi apagarse.
"¿Así es como pedís las cosas?", dijo Enero con una voz que sonó como el trueno en invierno.
De repente, levantó su bastón y un viento helado comenzó a soplar con furia. La nieve empezó a caer tan densa y rápida que no se veía nada. La madrastra y Helena, muertas de frío y muy asustadas, intentaron correr para bajar de la montaña, pero la tormenta era terrible. Se perdieron entre la nieve y el viento, y por más que buscaron, nunca más pudieron encontrar el camino hacia la fogata mágica ni hacia su casa.
Marusha, mientras tanto, se quedó en la casita. Ya no tenía que trabajar tanto y vivía tranquila. Los Doce Meses se hicieron sus grandes amigos y a menudo la visitaban, trayéndole siempre algún pequeño regalo de su estación: flores en primavera, frutas en verano, hojas de colores en otoño y cuentos junto al fuego en invierno.
Y así, Marusha vivió feliz para siempre, rodeada del cariño y la magia de cada uno de los meses del año.
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