El viejo farol
Cuentos de Andersen
En una callecita adoquinada, donde las casas se apretujaban unas contra otras como si tuvieran frío, vivía un farol muy, muy viejo. No era un farol cualquiera; era de esos que habían visto pasar a los abuelos de los abuelos, y conocía todas las historias de la calle. Su trabajo era sencillo pero importante: cuando el sol se iba a dormir, él encendía su luz para que la gente pudiera ver el camino.
El viejo farol amaba su trabajo. Le gustaba ver a los niños jugar hasta tarde, a las parejas pasear cogidas de la mano y escuchar las canciones que a veces cantaba el panadero al cerrar su tienda. Pero un día, escuchó a unos señores con papeles importantes decir: "Este farol ya está muy viejo. Pondremos uno nuevo, más moderno y brillante".
El corazón de metal del farol se encogió un poquito. ¿Qué sería de él? ¿Lo tirarían a un montón de chatarra? Se sintió muy triste.
Esa noche, mientras brillaba con una luz un poco temblorosa por la pena, el Viento, que era un viejo amigo suyo y siempre le contaba chismes de otros lugares, le susurró:
"No te preocupes, amigo farol. Te voy a dar un regalo. Podrás recordar todo lo que has visto, cada estrella fugaz, cada risa, cada secreto que te han contado las sombras".
Luego, la Luna, redonda y plateada como una moneda de plata gigante, se asomó entre las nubes y le dijo con voz suave:
"Y yo te daré otro regalo, querido farol. Aunque ya no tengas tu llama de gas, siempre tendrás una luz especial en tu interior, la luz de todos los buenos momentos que has iluminado".
Las Estrellas, que parpadeaban curiosas desde el cielo oscuro, también quisieron participar:
"Nosotras te regalamos la alegría de saber que fuiste importante. Cada noche que brillaste, hiciste este rincón del mundo un poquito más seguro y bonito".
Al día siguiente, unos hombres vinieron y, con mucho cuidado, bajaron al viejo farol de su poste. El farol cerró sus ojos de cristal, un poco asustado, pero recordando los regalos de sus amigos.
Pero, ¿saben qué pasó? El farol no terminó en un basurero. Un señor mayor, que había sido vigilante nocturno durante muchos años y conocía bien al farol, lo vio y pensó: "¡Qué farol tan bonito! Sería perfecto para mi casita en el campo".
Así que el vigilante se llevó el farol a su hogar. Él y su esposa lo limpiaron con mucho cariño, le quitaron el polvo de los años y lo pulieron hasta que su metal brilló como nuevo. En lugar de gas, le pusieron dentro una vela grande y bonita.
Y así, el viejo farol volvió a iluminar. Ya no una calle entera, sino la pequeña y acogedora sala del vigilante y su esposa. Desde su nuevo rincón, el farol escuchaba las historias que el vigilante contaba sobre sus noches de trabajo, veía a la esposa tejer calcetines de lana y se sentía muy, muy feliz.
A veces, cuando el viento soplaba suave por la ventana, el farol recordaba sus días en la calle, las estrellas y la luna. Pero ahora tenía un nuevo hogar, nuevos amigos y una nueva luz que dar. Y así, el viejo farol, lleno de recuerdos y con una nueva misión, siguió brillando, demostrando que incluso las cosas viejas pueden encontrar una nueva y maravillosa felicidad.
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