• Aprender a caminar en Handan

    Fábulas chinas
    En un país muy, muy lejano llamado Yan, vivía un joven que siempre estaba buscando cosas nuevas y emocionantes. Un día, escuchó a unos viajeros hablar sobre la ciudad de Handan.
    "¡Oh, la gente de Handan!", decían los viajeros con admiración, "¡Caminan de una forma tan elegante, tan especial! ¡Parece que flotan!"

    Al joven de Yan le brillaron los ojos. "¡Qué maravilla!", pensó. "¡Yo también quiero caminar así de elegante! Seguro que si aprendo, todos me admirarán".
    Así que, sin pensarlo dos veces, preparó un pequeño equipaje con algo de comida y emprendió el largo viaje hacia la ciudad de Handan.

    Cuando por fin llegó, se quedó con la boca abierta. ¡Era verdad! La gente de Handan caminaba con un estilo muy particular: daban pasos largos y suaves, movían los brazos con gracia y parecían muy distinguidos.
    "¡Tengo que aprenderlo!", se dijo el joven, lleno de entusiasmo.

    Se sentó en una plaza y observó con atención. Intentaba imitar cada movimiento. Si alguien levantaba la pierna derecha de una forma, él intentaba hacer lo mismo. Si movían el brazo izquierdo con un gesto especial, él también lo probaba.
    Pero... ¡ay! No era tan fácil como parecía.
    Cuando intentaba dar un paso largo como ellos, ¡casi se caía! Cuando trataba de mover los brazos con elegancia, ¡parecía un espantapájaros con calambres!

    Pasaron los días, y el joven seguía practicando y practicando. Estaba tan concentrado en aprender la nueva forma de caminar de Handan, que poco a poco... ¡se olvidó de cómo caminaba él antes! Sí, así como lo oyen, ¡olvidó su propia forma natural de andar!

    Llegó un momento en que no sabía caminar ni al estilo de Handan (porque no le salía bien) ni a su propio estilo (porque lo había olvidado). ¡Qué lío!
    Cuando decidió que ya era hora de volver a su país, Yan, se dio cuenta del problema. Intentó dar un paso, ¡y tropezó! Intentó otro, ¡y casi se va de bruces!

    Al final, el pobre joven, que había ido a Handan para aprender a caminar con elegancia, tuvo que volver a su casa... ¡gateando! Sí, como los bebés. Gateando todo el largo camino de regreso, porque ya no sabía cómo poner un pie delante del otro.
    Y así, todos en su pueblo se rieron un poquito (pero con cariño) al verlo llegar de esa manera tan extraña, aprendiendo que a veces, querer imitar demasiado a otros nos puede hacer olvidar lo bueno que ya tenemos.

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