• El viejo y la leña

    Fábulas de Esopo
    Bajo el sol brillante de la tarde, caminaba un viejito. Llevaba sobre sus hombros un pesado atado de leña que había recogido en el bosque. ¡Uf, qué calor! ¡Y qué pesada es esta leña!, pensaba mientras sudaba.

    El viejito estaba muy, muy cansado. Sus piernas temblaban un poquito y su espalda le dolía un montón. Finalmente, no pudo más y dejó caer la leña al suelo con un ¡PLOF! grande.

    Se sentó en una piedra, resoplando, y dijo en voz alta: "¡Ay, qué vida tan difícil! ¡Ya no quiero seguir así! ¡Ojalá viniera la Muerte y me llevara de una vez!"

    Apenas había terminado de hablar, cuando ¡ZAS!, apareció a su lado una figura alta y delgada, envuelta en una capa oscura. Era la Muerte. Con una voz suave, como el susurro del viento, le preguntó: "¿Me llamaste, buen hombre? Dijiste que querías que te llevara. Aquí estoy."

    El viejito se quedó con los ojos muy abiertos, como dos grandes monedas, y un poco pálido. ¡No se imaginaba que la Muerte vendría tan rápido! De repente, ya no se sentía tan cansado y la vida no le parecía tan mala después de todo.

    Miró a la Muerte, luego a su leña en el suelo, y con una vocecita temblorosa dijo: "Oh, eh... sí, sí, te llamé. Es que... se me cayó este atado de leña y... ¿serías tan amable de ayudarme a ponerlo otra vez sobre mis hombros?"

    La Muerte lo miró un instante, quizás con una pequeña sonrisa que nadie pudo ver. Sin decir nada más, ayudó al viejito a levantar la pesada carga y a colocarla de nuevo en su espalda.

    "¡Muchas gracias!", dijo el viejito, y apuró el paso para seguir su camino, mucho más rápido que antes. Desde ese día, aunque a veces se sentía cansado, nunca más volvió a llamar a la Muerte solo por un mal rato.

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