En un charco brillante y lleno de vida, donde los nenúfares flotaban como platillos verdes, vivía una rana un poco presumida. Un día, esta rana se despertó con una idea grandiosa. Se subió a la hoja de nenúfar más alta que encontró y, con voz potente, croó para llamar la atención de todos los animales.

"¡Atención, atención, habitantes del charco y del bosque cercano!", anunció con aires de importancia. "Desde hoy, yo, la Rana Sabia, seré su doctora. ¡Puedo curar cualquier mal! ¿Dolor de barriga? ¡Lo curo! ¿Tos de grillo? ¡Desaparece! ¿Alas de mariposa un poco arrugadas? ¡Las dejo como nuevas!"

Los otros animales, desde los peces curiosos hasta los conejos que se asomaban desde la orilla, se miraron sorprendidos. Una doctora rana, ¡qué cosa tan curiosa! Algunos empezaron a murmurar, un poco impresionados.

Pero entre la multitud, un zorro viejo y astuto, que había visto muchas cosas en su vida, observaba a la rana con una ceja levantada. El zorro notó que la piel de la rana no era del verde más brillante, y que sus ojos parecían un poquito hinchados, como si no hubiera dormido bien.

Con calma, el zorro se acercó al borde del charco y dijo con una voz clara para que todos oyeran: "Estimada Doctora Rana, es admirable su ofrecimiento. Pero dígame, si usted es tan buena curando a los demás, ¿por qué no empieza por curarse a usted misma? Su piel parece un poco pálida y sus ojos no tienen el brillo de la salud perfecta."

La rana se quedó muda. Croó un par de veces, pero no le salieron las palabras. Se miró las patas, luego intentó ver su reflejo en el agua. ¡El zorro tenía razón! Estaba tan ocupada pensando en cómo impresionar a los demás que no se había dado cuenta de que ella misma no se sentía del todo bien.

Los otros animales empezaron a cuchichear y algunas risitas se escaparon. La rana, sintiéndose muy avergonzada, dio un salto rápido y se escondió entre los juncos más espesos, pensando que quizás, antes de ser doctora de otros, debía aprender a cuidarse un poquito mejor a sí misma.

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