• El viejo Rinkrank

    Cuentos de los Hermanos Grimm
    En un reino brillante como el sol, vivía un rey con una hija muy especial. La princesa era tan, tan lista, que podía encontrar a cualquiera, ¡en cualquier escondite!

    El rey, un poco divertido con la astucia de su hija, anunció un día: "¡Quien logre esconderse de mi hija durante tres días seguidos, se casará con ella y será príncipe!"

    Muchos jóvenes valientes y príncipes de reinos lejanos lo intentaron. Uno se disfrazó de estatua en el jardín, ¡zas!, la princesa lo encontró mientras regaba las rosas. Otro se metió en un saco de harina en la cocina, ¡achís!, la princesa lo descubrió cuando fue a por ingredientes para un pastel. ¡Nadie podía con la princesa!

    Un día, llegó al castillo un hombrecillo de aspecto un poco extraño. Tenía una barba larguísima, casi hasta el suelo, y unos ojos pequeños que brillaban con picardía. Se llamaba el Viejo Rinkrank.

    "Yo me esconderé", dijo con una vocecilla rasposa.

    El primer día, Rinkrank se escondió. La princesa buscó por el castillo, por los jardines, ¡hasta en la torre más alta! Pero nada. El Viejo Rinkrank no aparecía.
    El segundo día, la princesa buscó con más ahínco. Miró debajo de las camas, dentro de los armarios, ¡incluso preguntó a los ratoncitos del sótano! Pero Rinkrank seguía sin ser visto.
    Al tercer día, la princesa estaba muy pensativa. "¿Dónde podrá estar ese viejecillo?", se preguntaba. Revisó cada rincón una y otra vez. Finalmente, cuando ya casi se daba por vencida, vio algo raro en el gran tapiz del salón que contaba la historia de sus abuelos. ¡Una de las figuras bordadas le guiñó un ojo! ¡Era el Viejo Rinkrank, que se había tejido entre los hilos!

    "¡Te encontré!", gritó la princesa, un poco molesta pero también admirada.

    Como Rinkrank había logrado esconderse los tres días (aunque por los pelos el último), la princesa tuvo que cumplir la promesa. El Viejo Rinkrank la tomó de la mano y la llevó lejos, muy lejos, hasta una montaña altísima hecha toda de cristal. En la cima, había un castillo también de cristal, que brillaba con todos los colores del arcoíris cuando le daba el sol.

    "Esta será tu casa ahora", dijo Rinkrank. "Puedes ir por donde quieras, mirar lo que quieras, menos una cosa. Hay una habitación al final del pasillo, con una puerta de hierro. Aquí tienes todas las llaves del castillo, pero esta llavecita oxidada, ¡nunca, nunca la uses para abrir esa puerta!"

    La princesa pasaba los días explorando el castillo de cristal. Era bonito, pero se sentía sola. Y cada vez que pasaba por el pasillo, la puerta de hierro parecía llamarla. La curiosidad le picaba como un mosquito.

    Un día, el Viejo Rinkrank salió a buscar raíces mágicas al bosque que rodeaba la montaña. "No tardaré", dijo.
    Apenas se fue Rinkrank, la princesa corrió a por la llavecita oxidada. Su corazón latía muy fuerte. Con manos temblorosas, metió la llave en la cerradura. ¡Clic! La puerta se abrió con un chirrido.

    Dentro, la habitación estaba oscura y polvorienta. Y en el centro, vio al Viejo Rinkrank, pero no como lo conocía. Estaba sin su barba larga, sin su aspecto mágico, y parecía simplemente un viejito muy, muy enfadado, contando monedas de oro en una mesa. Al ver a la princesa, dio un salto.

    "¡Niña curiosa!", gritó con una voz que hizo temblar los cristales del castillo. "¡Te dije que no entraras! ¡Por desobedecerme, ahora serás mi sirvienta para siempre y limpiarás este castillo de arriba abajo todos los días!"

    La princesa se asustó mucho, pero también se dio cuenta de que sin sus trucos, Rinkrank no era tan temible. Así que, mientras limpiaba y barría, empezó a pensar en un plan.

    Un día, Rinkrank le dijo: "Prepara una cesta grande con comida y bebida, y llévasela a mi hermano, que vive al otro lado de la montaña de cristal. Pero ¡ay de ti si te detienes a descansar o pruebas algo por el camino! Te estaré vigilando con mi ojo mágico desde la torre más alta".

    La princesa preparó la cesta. Puso pan, queso, fruta y una jarra de agua fresca. Pero antes de cerrarla, ¡se metió ella dentro! Y colocó con cuidado algunas ropas viejas encima para que no se la viera.

    "¡La cesta es muy pesada!", se quejó la princesa. "Apenas puedo con ella".
    "¡Pues esfuérzate más!", gruñó Rinkrank.

    La princesa empezó a caminar, cargando la cesta (o más bien, siendo cargada dentro de ella, aunque Rinkrank no lo sabía). Cuando se cansaba, se detenía un momento.
    Desde su torre, Rinkrank gritaba: "¡Te veo, holgazana! ¡Sigue andando!"
    La princesa, desde dentro de la cesta, respondía con voz cansada: "¡Ya voy, ya voy, es que pesa mucho!" Y luego, disimuladamente, se comía una uva o bebía un sorbito de agua.

    Así, poco a poco, la princesa (dentro de la cesta que ella misma llevaba) bajó la montaña de cristal. Cuando llegó al pie, donde empezaba el camino a su reino, salió con cuidado de la cesta, la dejó allí abandonada, y corrió tan rápido como sus piernas le permitieron.

    Corrió y corrió hasta que llegó a las puertas del palacio de su padre. ¡Qué alegría sintieron todos al verla sana y salva! El rey organizó una fiesta que duró siete días.

    Y el Viejo Rinkrank se quedó en su castillo de cristal, esperando y esperando a que su hermano recibiera la cesta. De vez en cuando gritaba: "¿Ya llegaste?", pero solo el eco le respondía. Al final, se quedó solo y gruñón, preguntándose cómo una princesa tan lista había podido ser más astuta que él.

    La princesa aprendió que la curiosidad puede meterte en líos, pero ser inteligente y valiente te ayuda a salir de ellos. Y desde ese día, decidió que si alguna vez se casaba, sería con alguien que fuera bueno jugando al escondite, ¡pero no tanto como para esconderse en un tapiz!

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