• El pescador y su mujer

    Cuentos de los Hermanos Grimm
    Cerca de donde las olas del mar hacen cosquillas en la arena, vivía un pescador muy pobre junto a su esposa, Isabel. Su casita era tan chiquitita y vieja que parecía un zapato olvidado por un gigante.

    Un día, el pescador fue al mar y ¡zas! Atrapó un pez muy especial, un rodaballo de escamas brillantes que, para su sorpresa, ¡habló!
    "¡Ay, buen pescador, déjame vivir!" dijo el pez. "No soy un pez cualquiera, soy un príncipe encantado. Si me sueltas, te lo agradeceré".
    El pescador, que tenía un corazón blandito como un bizcocho, lo devolvió al agua sin pedir nada a cambio.

    Cuando llegó a casa y le contó a Isabel lo que había pasado, ella frunció el ceño.
    "¡Pero qué despistado eres!" exclamó. "¿Un pez mágico y no le pides nada? ¡Vuelve ahora mismo y pídele una casita bonita, que estoy harta de este cuchitril!"
    Al pescador no le hacía ninguna gracia, pero Isabel insistió tanto que, para no oírla más, fue hacia la orilla.

    Se paró frente al mar, que estaba azul y tranquilo, y llamó:
    "Rodaballo, rodaballo en el mar,
    por favor, ven a escuchar.
    Mi esposa Isabel, así es ella,
    quiere una casita bella."

    El pez asomó la cabeza. "¿Qué desea tu esposa?"
    "Quiere una casita bonita", dijo el pescador con vergüenza.
    "Vuelve a casa", dijo el pez. "Ya la tiene".
    El pescador regresó y, en lugar de su vieja choza, encontró una casita encantadora, con jardín y todo. Isabel estaba feliz, ¡pero solo por un ratito!

    Al día siguiente, Isabel dijo: "Esta casa es bonita, sí, pero un castillo de piedra sería mucho mejor. ¡Anda, ve a pedírselo al pez!"
    El pescador suspiró. "Pero Isabel, ¿no es suficiente?"
    "¡No! ¡Quiero un castillo!"
    Así que el pescador volvió al mar. Esta vez, el agua estaba un poco más oscura y las olas eran un poquito más grandes. Llamó:
    "Rodaballo, rodaballo en el mar,
    por favor, ven a escuchar.
    Mi esposa Isabel, así es ella,
    un castillo quiere, ¡qué querella!"

    El pez apareció. "Ya lo tiene", dijo con calma.
    Y así fue. Un enorme castillo de piedra con torres y banderas esperaba al pescador. Isabel paseaba por los salones como si fuera una reina. Pero pronto se aburrió.

    "Ser dueña de un castillo está bien", dijo Isabel, "¡pero quiero ser Reina de verdad, con corona y sirvientes!"
    El pescador estaba muy triste. "Isabel, esto es demasiado..."
    "¡Ve!" ordenó ella.
    El mar estaba gris y las olas golpeaban con fuerza la orilla cuando el pescador llamó al pez y le contó el nuevo deseo.
    "Vuelve, ya es Reina", dijo el pez, y su voz sonaba un poco cansada.

    Isabel era Reina, pero ni así estaba contenta.
    "¡Quiero ser Emperadora!" exigió.
    El pescador, con el corazón encogido, fue al mar. El agua era casi negra, con olas enormes que rugían. Con voz temblorosa, llamó al pez.
    "Que sea Emperadora, pues", concedió el pez, y el mar pareció enfadarse aún más.

    Poco después, Isabel, sentada en un trono aún más grande, dijo: "Ser Emperadora es importante, ¡pero el Papa tiene más poder! ¡Quiero ser Papa!"
    El pescador casi se desmaya. Fue arrastrando los pies hacia el mar, que era una tormenta espantosa. El cielo estaba negro, había truenos y las olas parecían montañas pequeñas.
    "¡Oh, pez!" gritó entre el viento. "¡Quiere ser Papa!"
    "Vuelve a casa", dijo el pez, y su voz apenas se oía entre el estruendo. "Ya lo es".

    Isabel, vestida con ropas magníficas, miró por la ventana. El sol empezaba a salir.
    "¡Ajá!" pensó. "El sol y la luna no me obedecen. ¡Quiero ser como el mismísimo Dios, para mandar al sol y a la luna!"
    Cuando se lo dijo al pescador, él se puso pálido como el papel.
    "¡Isabel, eso es imposible y terrible! ¡No se lo pediré!"
    "¡Pues irás!" gritó ella, furiosa.
    El pescador, temblando de miedo, llegó a la orilla. El mar era un caos de olas gigantescas, viento que soplaba con muchísima fuerza y el cielo completamente oscuro con relámpagos. Apenas podía mantenerse en pie. Llamó al pez con todas sus fuerzas.
    El rodaballo apareció, con ojos tristes. "¿Qué más quiere ahora?"
    "Ella... ella quiere... ser como Dios", susurró el pescador.
    El pez lo miró un largo rato y luego dijo suavemente: "Vuelve a casa. La encontrarás como antes, en vuestro viejo zapato olvidado".

    Y así fue. El pescador regresó y no había ni rastro de palacios ni castillos. Allí estaba, igual que siempre, su casita chiquitita y vieja, y dentro, Isabel, sentada en un taburete de madera.
    Y allí se quedaron, porque a veces, cuando uno quiere demasiado y nunca está contento con lo que tiene, puede terminar perdiéndolo todo.

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