La elección de la novia
Cuentos de los Hermanos Grimm
En un campo verde y soleado, vivía un pastor con su hija, que era más lista que un lince. Se llamaba Elena.
Un día, mientras el pastor cuidaba sus ovejas, encontró algo brillante en la hierba. ¡Oh! Era un cuenco de oro puro. "¡Qué maravilla!", pensó el pastor. "Se lo llevaré al rey, seguro que me da una buena recompensa".
Cuando llegó a casa y se lo contó a Elena, ella frunció el ceño un poquito. "Papá", le dijo, "si le llevas el cuenco, el rey te preguntará por la mano del mortero que va con él. Y si no la tienes, se enfadará".
Pero el pastor, emocionado con su hallazgo, no escuchó a su hija. "¡Qué va a saber una niña!", pensó para sus adentros, y se fue derechito al palacio.
Al rey le encantó el cuenco de oro. Lo miró por todos lados y dijo: "Es precioso, pastor. Pero, ¿dónde está la mano del mortero que le corresponde?".
El pastor se quedó helado. "Eh... yo... solo encontré el cuenco, majestad".
El rey frunció el ceño, tal como Elena había predicho. "¡Pues a la cárcel hasta que aparezca esa mano del mortero!", ordenó.
En la oscura celda, el pastor se lamentaba: "¡Ay, mi querida Elena! ¡Cuánta razón tenías!". Un guardia lo escuchó y, como le pareció curioso, se lo contó al rey.
El rey, intrigado por la sabiduría de la hija del pastor, mandó que la trajeran ante él.
"Dicen que eres muy lista", le dijo el rey a Elena. "Si es verdad, te propondré un acertijo. Si lo resuelves, liberaré a tu padre y, como necesito una reina inteligente, te casarás conmigo".
Elena asintió con calma.
"Bien", dijo el rey. "Debes venir a mi palacio, pero no puedes venir ni vestida ni desnuda; ni montada ni a pie; ni por el camino ni fuera del camino".
Elena sonrió. ¡Qué desafío tan divertido!
Al día siguiente, Elena se envolvió en una gran red de pescar. Así, no iba vestida, pero tampoco iba completamente desnuda. Luego, alquiló un burrito. Se montó de tal forma que solo una pierna iba sobre el lomo del burro, mientras que con la otra caminaba por el suelo. Así, no iba ni montada del todo ni completamente a pie. Y guio al burrito para que caminara con las patas de un lado por el surco que dejaban las carretas en el borde del camino, y las patas del otro lado por la hierba. Así, no iba ni por el camino ni totalmente fuera de él.
Cuando el rey la vio llegar así, se quedó con la boca abierta y luego se echó a reír. "¡Eres asombrosa!", exclamó. "Has resuelto el acertijo. Tu padre queda libre, y tú serás mi reina".
Elena aceptó, pero puso una condición: "Si alguna vez te enfadas mucho conmigo y decides echarme del palacio, me permitirás llevarme conmigo aquello que yo más quiera".
El rey, maravillado por su inteligencia y belleza, aceptó sin dudar.
Vivieron felices durante un tiempo. Pero un día, el rey tuvo un mal día y se enfadó muchísimo con Elena por una pequeñez. "¡Vete del palacio!", le gritó. "Pero, como prometí, puedes llevarte lo que más quieras".
Elena no lloró. Esa noche, preparó una bebida deliciosa para el rey, con una hierba especial que daba mucho sueño. El rey bebió y se quedó profundamente dormido. Entonces, Elena, con ayuda de unos sirvientes fieles, metió al rey dormido en un gran cofre y se lo llevó del palacio a una pequeña cabaña en el bosque.
A la mañana siguiente, el rey despertó dentro del cofre. "¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado?", preguntó confundido al ver a Elena a su lado.
Elena sonrió dulcemente. "Mi querido rey, me dijiste que podía llevarme lo que más quisiera del palacio. Y lo que yo más quiero en el mundo... ¡eres tú!".
El rey primero se sorprendió, pero luego una gran sonrisa iluminó su rostro. ¡Su esposa era la mujer más lista y cariñosa del mundo! La abrazó fuerte y le dijo: "Has vuelto a demostrar tu gran sabiduría, mi reina. Volvamos al palacio, porque no puedo vivir sin ti".
Y así, regresaron juntos al palacio. El rey aprendió a valorar aún más la inteligencia de su esposa y, desde ese día, siempre le pedía consejo antes de tomar decisiones importantes. Y vivieron felices, comiendo perdices y muchos dulces más.
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