• El agua de la vida

    Cuentos de los Hermanos Grimm
    En un reino donde el sol siempre parecía sonreír, vivía un rey muy querido por su gente. Pero un día, zas, el rey se puso muy, muy enfermo. Ningún doctor del reino, ni el más listo ni el más viejo, sabía cómo curarlo. Todos estaban muy preocupados.

    Un día, un anciano sabio que pasaba por allí escuchó sobre el rey enfermo y dijo: "Majestad, solo hay una cosa que puede curarlo: el Agua de la Vida. Pero es muy difícil de encontrar".

    El rey tenía tres hijos. El mayor, que se creía muy valiente, dijo: "¡Padre, yo iré a buscarla!". Se puso en camino, pero en el bosque se encontró con un duende pequeño con un gorro puntiagudo.
    "¿A dónde vas con tanta prisa?", preguntó el duende.
    "¡A ti qué te importa, enano!", respondió el príncipe mayor con malos modos.
    El duende frunció el ceño y, ¡puf!, hizo que el príncipe se perdiera por un camino que se hacía cada vez más estrecho hasta que no pudo avanzar ni retroceder.

    Cuando el mayor no regresaba, el segundo hijo, que era igual de presumido, dijo: "¡Yo la traeré!". También se encontró con el duende.
    "¿A dónde vas, joven?", preguntó el duende.
    "¡Quítate de mi camino, pequeño!", contestó el segundo príncipe, empujándolo un poquito.
    El duende, más enfadado aún, ¡chas!, hizo que él también se metiera por otro camino igual de angosto y allí se quedó atrapado.

    Finalmente, el hijo menor, que era bueno y amable, le dijo al rey: "Padre, déjame intentarlo a mí".
    El rey no quería, pero el príncipe insistió. Al llegar al bosque, se encontró con el mismo duende.
    "¿A dónde vas, buen muchacho?", preguntó el duende.
    El príncipe menor respondió con una sonrisa: "Busco el Agua de la Vida para mi padre, que está muy enfermo".
    Al duende le gustó la amabilidad del príncipe. "¡Ah, eres diferente a tus hermanos!", dijo. "Te ayudaré. Toma esta barra de pan mágica, que nunca se acaba, y esta espada, que puede abrir cualquier puerta. Sigue este sendero y llegarás a un castillo encantado. Allí está la fuente del Agua de la Vida. Pero ¡ojo!, debes salir antes de que el reloj dé las doce de la noche, o quedarás atrapado".

    El príncipe agradeció al duende y siguió el camino. Llegó a un castillo oscuro y silencioso. Unos leones enormes guardaban la entrada, pero les lanzó trozos del pan mágico y se quedaron dormidos. Con la espada mágica, abrió la pesada puerta del castillo.
    Dentro, todo estaba en un profundo sueño. En una sala, encontró una princesa bellísima dormida en un sofá. Era tan linda que se quedó mirándola un ratito y le dio un beso suave en la frente. Ella suspiró en sueños.
    Luego, encontró la fuente. Llenó un frasquito con el Agua de la Vida. Antes de irse, vio una espada maravillosa y un pan que parecía delicioso, y pensó que le vendrían bien, así que los tomó.
    De repente, ¡el reloj empezó a dar las campanadas! ¡Din, don, dan! El príncipe salió corriendo justo cuando sonaba la última campanada. ¡Uf, por los pelos!

    En el camino de vuelta, se encontró de nuevo con el duende. "¡Bien hecho!", dijo el duende. "Pero ten cuidado con tus hermanos. No son de fiar. Te darán problemas".
    Poco después, se encontró con sus dos hermanos, que por fin habían logrado salir de los caminos estrechos. Se alegraron mucho (o eso parecía) de verlo y de que hubiera conseguido el Agua de la Vida.
    Mientras el príncipe menor dormía una noche, sus hermanos, que eran muy envidiosos, le cambiaron el Agua de la Vida por agua de mar salada y se llevaron la espada y el pan que él había cogido del castillo.

    Cuando llegaron al palacio, el hijo mayor le dio al rey el agua de mar. El rey bebió un sorbo y ¡puaj! Empezó a toser y se sintió aún peor.
    Luego, el segundo hijo le dio también agua de mar. El rey casi se ahoga.
    Entonces, el hijo menor, sin saber el cambio, le dio al rey el agua que él creía que era la buena (pero que sus hermanos le habían dado, que también era de mar). El rey, al probarla, se enfadó muchísimo.
    Los hermanos mayores acusaron al menor: "¡Padre, ha intentado envenenarte para quedarse con el reino!".
    El rey, muy triste y engañado, ordenó a un cazador que llevara al hijo menor al bosque y no lo dejara volver. Pero el cazador sintió pena por el príncipe y lo dejó escapar en secreto.

    Pasó un año. La princesa del castillo encantado despertó gracias al beso del príncipe. Recordó al joven valiente y quiso encontrarlo. Hizo construir un camino de oro puro que llegaba desde su castillo hasta el palacio del rey. Y anunció: "Aquel que venga cabalgando justo por el centro de mi camino de oro, será mi esposo".

    El hijo mayor, al ver el camino de oro, pensó: "Sería una pena estropear tanto oro". Así que cabalgó con su caballo por un ladito del camino. Cuando llegó donde la princesa, ella dijo: "Tú no eres".
    El segundo hijo hizo exactamente lo mismo, pensando en no dañar el oro. La princesa también le dijo: "Tú tampoco eres".
    Entonces la princesa preguntó: "¿No hay más hijos?".
    El rey, con mucha pena, contó que tenía un hijo menor, pero que creía que se había perdido o algo peor.
    Justo en ese momento, el hijo menor, que había oído hablar de la princesa y su camino de oro, llegó montado en su caballo. Al ver el brillante camino, pensó: "¡Qué maravilla! ¡Es para la princesa que salvé!". Y sin dudarlo, cabalgó con alegría justo por el centro del camino dorado.
    Cuando la princesa lo vio, sus ojos brillaron. "¡Ese es él!", gritó feliz, y corrió a abrazarlo.
    El príncipe menor contó toda la verdad sobre sus hermanos y el Agua de la Vida (la verdadera, que él había conseguido y que sus hermanos le robaron). La princesa confirmó que él la había despertado y que la espada y el pan que él traía eran los suyos.
    El rey se dio cuenta de lo malos que habían sido sus hijos mayores y de lo injusto que había sido con el menor. Pidió perdón a su hijo.
    El príncipe menor se casó con la hermosa princesa y fueron muy felices. ¿Y los hermanos mayores? Bueno, tuvieron que irse del reino en un barquito muy pequeño, para pensar en todo lo malo que habían hecho y aprender a ser mejores personas. Y así, el bien triunfó, como debe ser en los cuentos.

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