• El corderito y el pececito

    Cuentos de los Hermanos Grimm
    En una casita muy bonita, rodeada de un jardín lleno de flores y no muy lejos de un estanque de aguas claras como el cristal, vivían un hermanito y una hermanita que se querían muchísimo. Pero, ¡ay!, tenían una madrastra que no era nada buena. Un día, con un truco de magia un poco feo, convirtió al niño en un corderito blanco como la nieve y a la niña en un pececito de escamas brillantes que nadaba en el estanque.

    El corderito, con su lana suave, pasaba los días en el prado cerca del estanque, y el pececito nadaba entre los juncos. Cada mañana, el corderito se acercaba a la orilla y balaba: "Meeeh, meeeh, hermanita, ¿estás ahí?". Y el pececito sacaba su cabecita del agua y hacía "Glup, glup", como diciendo: "Sí, aquí estoy".

    Un día, la madrastra, que a veces hacía de cocinera, tuvo una idea terrible: "¡Qué rico estaría un pececito frito para el almuerzo!". Así que tomó su red y se fue al estanque.

    El corderito la vio venir y corrió hacia la orilla, balando con todas sus fuerzas: "¡Hermanita Pececita, hermanita Pececita, cuidado, que viene la madrastra con la red! ¡Escóndete!".
    El pececito escuchó la advertencia y ¡zas!, se metió rapidísimo debajo de una hoja grande de nenúfar. La madrastra lanzó la red, pero solo sacó algas y barro. "¡Vaya!", refunfuñó y se fue.

    Al día siguiente, la madrastra volvió a intentarlo. "Hoy no se me escapa", pensó, y llevó una caña de pescar con un gusanito muy tentador.
    El corderito, que siempre estaba vigilante, volvió a balar: "¡Meeeh, meeeh! ¡Hermanita Pececita, no piques el anzuelo! ¡Es la madrastra!".
    El pececito vio el gusanito, pero hizo caso a su hermano y se escondió detrás de unas piedras en el fondo. La madrastra esperó y esperó, pero nada. Se marchó más enfadada todavía.

    Al tercer día, la madrastra llegó muy sigilosa, pensando que los sorprendería. Esta vez, el pececito estaba jugando un poquito más lejos de la orilla y no escuchó tan claramente los balidos de aviso de su hermano.
    "¡Meeeh, hermanita, CUIDA...!".
    Pero fue demasiado tarde. La madrastra lanzó la red con mucha fuerza y, ¡plaf!, atrapó al pececito.

    El corderito vio cómo se llevaban a su hermana y se puso muy, muy triste. "Meeeh, meeeh", lloraba desconsolado.
    La madrastra llevó al pececito a la cocina. Justo cuando iba a prepararlo, el pececito dijo con una vocecita muy bajita: "Si me vas a cocinar, por favor, te pido una sola cosa: cuando hayas terminado, entierra mis espinitas debajo del rosal que está junto a la ventana".
    A la madrastra le pareció un pedido extraño, pero como no le importaba mucho, dijo: "Está bien, como quieras".

    Y así lo hizo. Después de la comida, recogió las pequeñas espinitas y las enterró bajo el rosal.
    El corderito, con el corazón roto, se acercaba todos los días al rosal. Se tumbaba a su sombra y balaba suavemente, recordando a su querida hermana Pececita. Esperaba y esperaba, con la esperanza de que, quizás, algún día, de alguna manera mágica, su hermanita pudiera volver.

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