Cuentos de sobremesa
Cuentos de los Hermanos Grimm
Hace ya bastantes años, en una casita con un jardín donde crecía un hermoso enebro, vivía una pareja que deseaba mucho tener un hijo. Un día de invierno, mientras la mujer pelaba una manzana bajo el enebro, se cortó un dedo. Tres gotas de sangre cayeron sobre la nieve. "¡Ay!", suspiró, "¡Si tuviera un hijo tan rojo como la sangre y tan blanco como la nieve!".
Poco tiempo después, su deseo se hizo realidad y tuvo un niño precioso, con la piel blanca como la nieve y las mejillas rojas como la sangre. La mujer estaba tan feliz que, cuando el niño nació, ella murió de alegría y fue enterrada bajo el enebro.
El padre, muy triste, se casó de nuevo al cabo de un tiempo. Su nueva esposa trajo consigo una hija, a la que quería mucho. Pero al hijito de su marido, no lo podía ni ver. Era un niño bueno y alegre, pero la madrastra siempre le hacía la vida imposible.
Un día, la madrastra le dijo a su hija, Anita: "Ve a la despensa y coge una manzana del cofre grande".
Luego, llamó al niño: "Ven tú también, hijito, y coge una manzana".
Cuando el niño se asomó al cofre para buscar la manzana más roja, la madrastra, ¡ZAS!, bajó la tapa con tanta fuerza que la cabeza del pobre niño rodó entre las manzanas.
La madrastra, asustada por lo que había hecho, le puso la cabeza de nuevo sobre los hombros y le ató un pañuelo al cuello para que no se notara. Sentó al niño en una silla con una manzana en la mano. Cuando Anita volvió, la madrastra le dijo: "Pídele a tu hermano la manzana. Si no te la da, dale un coscorrón".
Anita le pidió la manzana, pero el niño no se movió. Entonces, Anita le dio un pequeño coscorrón, y la cabeza del niño cayó al suelo. ¡Qué susto se llevó Anita! Empezó a llorar y a llorar.
"¡Calla, tonta!", dijo la madrastra. "Nadie tiene por qué saberlo. Lo cocinaremos en un guiso".
Y así hizo. Preparó un guiso con el pobre niño. Cuando el padre llegó a casa, tenía mucha hambre.
"¡Qué guiso tan rico!", dijo el padre mientras comía. "Dame más".
Anita no probó bocado, solo lloraba en un rincón. Cada vez que su padre tiraba un hueso debajo de la mesa, ella lo recogía con cuidado y lo guardaba en su pañuelo de seda.
Cuando terminaron de comer, Anita tomó todos los huesitos, los envolvió en su pañuelo y fue a enterrarlos bajo el enebro, llorando amargamente.
De repente, el enebro empezó a moverse, y una niebla suave lo rodeó. De la niebla salió un pájaro precioso, que voló hacia el tejado de la casa y empezó a cantar una canción muy bonita:
"Mi madre me mató,
mi padre me comió,
mi hermanita Anita
mis huesitos recogió,
bajo el enebro los enterró.
¡Kywitt, kywitt, qué pájaro tan bonito soy!"
La gente del pueblo salió a escucharlo. Un orfebre que pasaba le dijo: "¡Qué canción tan bonita! Cántamela otra vez y te daré esta cadena de oro". El pájaro cantó, y el orfebre le dio la cadena.
Luego, un zapatero le pidió que cantara de nuevo y le regaló unos zapatos rojos preciosos.
Más adelante, unos molineros le pidieron la canción y le dieron una pesada piedra de molino.
El pájaro voló de vuelta a su casa con sus tesoros. Se posó en el enebro y cantó su canción.
El padre salió y el pájaro le dejó caer la cadena de oro al cuello. ¡Qué contento se puso el padre!
Luego salió Anita, y el pájaro le dejó caer los zapatos rojos. Anita se los puso y se puso a bailar de alegría.
La madrastra, dentro de la casa, se sentía cada vez más nerviosa. "¡Tengo que salir!", gritó.
Justo cuando cruzaba la puerta, el pájaro dejó caer la pesada piedra de molino sobre su cabeza. ¡PLAF! Y la madrastra desapareció entre humo y llamas.
En ese mismo instante, el niño, tan rojo como la sangre y tan blanco como la nieve, salió de entre el humo, vivo y sonriente. Tomó de la mano a su padre y a su hermana Anita, y entraron juntos en la casa. Y desde ese día, vivieron felices para siempre.
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