La hilandera perezosa
Cuentos de los Hermanos Grimm
En una casita pintoresca, vivía una muchacha a la que no le gustaba mucho, pero que mucho, trabajar. Sobre todo, odiaba hilar. ¡Uf, qué aburrido le parecía!
Un día, su mamá perdió la paciencia. "¡Muchacha!", gritó, "¡Si no te pones a hilar ahora mismo, te vas a enterar!" Y como la muchacha seguía sin hacer caso, la mamá se enfadó tanto que le dio unas palmadas. La muchacha empezó a llorar muy fuerte.
Justo en ese momento, la carroza de la reina pasaba por allí. La reina escuchó los lloros y se detuvo. "¿Qué sucede aquí?", preguntó con curiosidad, asomándose por la ventana de la carroza.
La mamá de la muchacha se puso roja como un tomate. ¡Qué vergüenza que la reina la viera regañando a su hija! Así que, para disimular, dijo rápidamente: "Oh, Majestad, es que mi hija hila tanto, tantísimo, que ya no tengo más lino para darle. ¡Y llora porque quiere seguir hilando sin parar!"
A la reina le brillaron los ojos. "¡Qué maravilla!", exclamó. "Me encantan las personas trabajadoras. Si tu hija es tan buena hilandera, me la llevaré al castillo. Tengo tres habitaciones llenas de lino hasta el techo. Si las hila todas, se casará con mi hijo, el príncipe, y será reina."
La mamá aceptó encantada, y la muchacha, aunque un poco asustada, se fue con la reina. En el castillo, la llevaron a la primera habitación llena de lino. "Tienes que hilar todo esto", dijo la reina, "y cuando termines, te llevaré a la siguiente".
Cuando la muchacha se quedó sola, se sentó en un rincón y empezó a llorar de verdad. ¡Ella no sabía hilar casi nada, y mucho menos tanto lino!
De repente, aparecieron por la ventana tres mujeres un poco extrañas. Una tenía un pie enormeee y plano. Otra, un labio inferior tan grande que le colgaba hasta la barbilla. Y la tercera, un pulgar gigantesco.
"¿Por qué lloras, jovencita?", preguntaron las tres a la vez.
La muchacha les contó su problema.
"No te preocupes", dijeron las tres. "Nosotras hilaremos todo por ti. Solo te pedimos una cosa: que nos invites a tu boda, nos presentes como tus primas y no te avergüences de nosotras delante del príncipe y los invitados."
"¡Claro que sí!", dijo la muchacha, ¡más feliz que unas castañuelas!
Y así fue. La mujer del pie grande pisaba el pedal de la rueca. La del labio gordo mojaba el hilo. Y la del pulgar gigante torcía la hebra. ¡Pronto, la primera habitación estuvo llena de hilo perfecto! Luego la segunda, y finalmente la tercera.
La reina estaba encantadísima. "¡Eres una hilandera prodigiosa!", le dijo a la muchacha. "Cumpliré mi promesa".
La boda se celebró con una gran fiesta. Y, como prometió, la muchacha invitó a sus tres "primas".
Cuando el príncipe las vio, sintió mucha curiosidad.
"Queridas primas de mi esposa", dijo amablemente, "¿puedo preguntar por qué tienen ustedes esas... particularidades?"
"¡Claro!", dijo la primera. "Este pie tan grande es de tanto pisar el pedal de la rueca".
"Este labio tan gordo", explicó la segunda, "es de tanto lamer el hilo para humedecerlo".
"Y este pulgar tan enorme", añadió la tercera, "es de tanto torcer la hebra de lino".
El príncipe se quedó pálido. Miró a su hermosa esposa y dijo con voz firme: "¡Oh, no! ¡Mi querida esposa nunca, nunca más, tocará una rueca! ¡No quiero que se ponga así por culpa de ese trabajo tan duro!"
Y así, la muchacha, a la que no le gustaba nada hilar, vivió feliz para siempre con el príncipe, sin tener que volver a acercarse a una rueca en toda su vida. ¡Qué lista fue al hacer ese trato!
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