Los tres cirujanos militares
Cuentos de los Hermanos Grimm
En un camino soleado y lleno de flores, no hace mucho tiempo, caminaban tres hombres muy especiales. No eran caballeros con armaduras brillantes ni magos con sombreros puntiagudos. ¡Eran cirujanos del ejército! Y estaban muy, muy orgullosos de lo buenos que eran curando a la gente.
Un día, mientras descansaban bajo un gran roble, el primer cirujano dijo:
—Soy tan bueno, tan bueno, que si me corto la mano, ¡puedo volver a ponérmela en un periquete!
—¡Bah! —dijo el segundo—. Eso no es nada. Yo soy tan increíble que puedo sacarme el corazón, dar un paseo con él en la mano, ¡y luego volver a colocarlo como si nada!
El tercero, que no quería ser menos, exclamó:
—¡Pues yo soy el mejor de todos! Puedo quitarme los ojos, jugar a las canicas con ellos, ¡y después volver a ver perfectamente!
Y como eran hombres de palabra (y un poco fanfarrones), decidieron demostrarlo allí mismo. Tenían una pomada mágica que, según ellos, podía pegar cualquier cosa.
El primero, ¡zas!, se cortó la mano. El segundo, con mucho cuidado, se sacó el corazón. Y el tercero, haciendo una mueca, se quitó los ojos. Guardaron todo —la mano, el corazón y los ojos— en una bolsa de tela y se la dieron a una muchacha que trabajaba en una posada cercana donde iban a pasar la noche.
—Guarda bien esta bolsa, jovencita —le dijeron—. ¡Es muy, muy importante!
La muchacha, un poco asustada, guardó la bolsa en la despensa. Pero en esa posada vivía un gato muy travieso y con un olfato excelente. El gato olió algo interesante en la bolsa, metió su patita, la abrió y… ¡Oh, sorpresa! Encontró una mano, un corazón y unos ojos. Como el gato no sabía que eran de los cirujanos y pensó que eran un delicioso bocadillo, ¡se los comió todos! ¡Ñam, ñam, ñam!
A la mañana siguiente, los cirujanos pidieron su bolsa. La muchacha fue a la despensa y… ¡horror! ¡La bolsa estaba vacía! Corrió llorando a contárselo al posadero, su jefe.
El posadero, que era un hombre astuto y no quería problemas, pensó rápido.
—No te preocupes —le dijo a la muchacha—. Tengo una idea.
Rápidamente, fue al patíbulo donde habían colgado a un ladrón y le cortó la mano. Luego, fue al corral, sacrificó un cerdo y le sacó el corazón. Finalmente, atrapó al gato travieso (sí, el mismo que se había comido todo) y, con mucho cuidado, le quitó los ojos. Metió la mano del ladrón, el corazón del cerdo y los ojos del gato en la bolsa y se la dio a los cirujanos.
Los cirujanos, sin sospechar nada, sacaron las piezas de la bolsa. Con su pomada mágica, el primero se pegó la mano, el segundo se colocó el corazón y el tercero se puso los ojos.
¡Todo parecía perfecto! Pero al poco rato, empezaron a pasar cosas raras.
El cirujano con la nueva mano no podía evitarlo: ¡su mano quería agarrar todo lo que veía! Intentaba robar las cucharas de la mesa, las monedas del bolsillo del posadero… ¡Incluso intentó llevarse el sombrero de un espantapájaros!
—¡Ay, mi mano! —se quejaba—. ¡No puedo controlarla!
El cirujano con el nuevo corazón empezó a comportarse de forma extraña. En cuanto vio un charco de barro, ¡sintió unas ganas irresistibles de revolcarse en él!
—¡Oinc, oinc! —gruñía felizmente mientras se ensuciaba—. ¡Qué bien se está aquí!
Y el cirujano con los nuevos ojos no paraba de mirar a todos lados con desconfianza.
—¡Miau! —decía sin querer—. Veo ratones por todas partes, ¡incluso donde no los hay! Y por la noche, mis ojos brillan en la oscuridad y no puedo dormir persiguiendo sombras.
Los tres cirujanos se miraron. ¡Algo no estaba bien! Fueron a ver al posadero.
—¡Posadero! —gritó el primero, mientras su mano intentaba quitarle una pluma de la oreja al posadero—. ¡Algo extraño pasa con las partes que nos devolviste!
El posadero, al ver al uno robando, al otro gruñendo como un cerdo y al tercero con ojos de gato, se puso muy nervioso y confesó toda la verdad sobre el gato glotón y su ingenioso reemplazo.
Los cirujanos se enfadaron mucho al principio, pero luego, al ver lo ridículos que se veían, no pudieron evitar una risita.
—Bueno, posadero —dijo el que tenía ojos de gato—, nos has causado un buen lío. Tendrás que darnos mucho dinero para compensarnos.
El posadero, aliviado de que no fueran a quemarle la posada, les dio una gran bolsa de monedas de oro.
Y así, los tres cirujanos siguieron su camino. Uno con una mano ladrona, otro con un corazón de cerdo y el tercero con ojos de gato. Eran un poco diferentes, sí, pero también eran un poco más ricos. Y quizás, solo quizás, aprendieron a no ser tan fanfarrones con sus habilidades.
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