• El hermano mugriento del diablo

    Cuentos de los Hermanos Grimm
    Un soldado regresaba a casa después de una larga, larguísima guerra. Estaba cansado y, lo peor de todo, ¡no tenía ni una monedita en el bolsillo! Caminaba y caminaba por un bosque espeso cuando, de repente, ¡zas!, se topó con un personaje muy peculiar. Tenía una sonrisa astuta y unos ojos que brillaban como brasas.

    "¿Qué te pasa, soldado?", preguntó el extraño personaje, que no era otro que el mismísimo Diablo. "Pareces un poco perdido y sin un céntimo".

    El soldado, que no era tonto, le contó sus penas. El Diablo, frotándose las manos, le propuso un trato: "Trabaja para mí durante siete años. No será un trabajo difícil, solo tendrás que mantener encendidos los fuegos bajo mis calderos. A cambio, te daré tanto oro que no podrás cargarlo. Pero hay una condición: durante esos siete años, no podrás lavarte, ni peinarte, ni cortarte el pelo o las uñas. ¡Ni una sola vez!".

    El soldado pensó: "Siete años sin lavarme... ¡qué asco! Pero, ¿qué otra cosa puedo hacer?". Así que aceptó.

    El Diablo le dio una piel de oso para que se abrigara y le dijo: "Esta será tu cama y tu ropa. Y recuerda, si te quejas o intentas escapar, ¡serás mío para siempre!".

    Pasaron los siete años. El soldado parecía más un monstruo peludo y lleno de hollín que una persona. Su pelo era una maraña, sus uñas parecían garras y olía... bueno, ¡imagínense! Pero había cumplido su parte del trato sin quejarse.

    Cuando llegó el día, el Diablo apareció. "¡Buen trabajo, mi fiel sirviente!", dijo con una risotada. "¿Qué quieres como pago?".
    "Mi oro, como prometiste", respondió el soldado.

    El Diablo, con una sonrisa aún más grande, le entregó un saco enorme. El soldado lo abrió y vio que estaba lleno de... ¡tierra y hollín! "¡Esto es una broma!", pensó el soldado, pero no dijo nada. Se echó el saco al hombro y se despidió del Diablo.

    Cuando estuvo lejos, en el bosque, abrió el saco otra vez. ¡Sorpresa! Toda la tierra y el hollín se habían convertido en oro puro y reluciente. ¡Era más rico de lo que jamás había soñado!

    Lo primero que hizo fue buscar un arroyo. Se quitó la piel de oso, se lavó de pies a cabeza, se cortó el pelo y las uñas. Cuando terminó, parecía un príncipe. Compró ropa elegante y se fue a una posada a celebrar.

    En la posada, el posadero tenía tres hijas. Dos de ellas eran muy presumidas y solo les importaba el dinero. Cuando vieron al soldado con su ropa elegante y su aire de ricachón, se pusieron a coquetear con él. La tercera hija, en cambio, era sencilla y amable. Al ver al soldado tan sucio al principio (porque aún llevaba algo de hollín de su viaje), no le hizo ascos y fue la única que le ofreció agua y un trato cordial antes de que él se limpiara y mostrara su riqueza.

    El soldado, para probarlas, dejó caer una pepita de oro. Las dos hermanas mayores casi se pelean por recogerla. La más joven, sin embargo, la recogió y se la devolvió diciendo: "Señor, creo que esto se le ha caído".

    El soldado quedó encantado con la honestidad y la bondad de la hija menor. Le contó su historia (bueno, casi toda) y le pidió que se casara con él. Ella, que había visto su buen corazón más allá de las apariencias, aceptó feliz.

    El día de la boda, mientras todos celebraban, apareció el Diablo. Miró al soldado, luego a la novia, y dijo con una sonrisa maliciosa: "Vaya, vaya. Tú te has llevado un alma buena, soldado. ¡Pero no te preocupes, que yo me he llevado dos!".

    Resulta que las dos hermanas mayores, al ver que su hermana se casaba con un hombre tan rico y bueno, se murieron de envidia. Y como la envidia es un sentimiento muy feo que pertenece al Diablo, él consideró que sus almas ya eran suyas.

    El soldado y su esposa vivieron felices y ricos, y él nunca olvidó que, a veces, las pruebas más sucias pueden llevar a los tesoros más brillantes, y que un corazón bueno vale más que todo el oro del mundo.

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