La guardiana de gansos
Cuentos de los Hermanos Grimm
En un reino muy, muy lejano, donde los pasteles crecían en los árboles (bueno, casi), vivía una reina muy sabia con su hija, una princesa de corazón dulce y cabellos como el sol. Llegó el día en que la princesa debía viajar a otro reino para casarse con un apuesto príncipe.
La reina, con lágrimas en los ojos, le dio a su hija un caballo mágico llamado Falada, que podía hablar. También le entregó un pañuelito especial con tres gotas de su propia sangre, diciéndole: "Este pañuelo te protegerá, hija mía, mientras lo lleves contigo". Para acompañarla, la reina eligió a una doncella de compañía.
Así, la princesa y su doncella emprendieron el largo viaje. Pero la doncella no era tan amable como parecía. Un día, cuando la princesa tuvo mucha sed y se inclinó para beber de un arroyo, el pañuelito mágico se le cayó de la blusa y flotó río abajo. ¡Oh, no! Sin el pañuelo, la princesa se sintió más débil.
La doncella, que era astuta y malvada, vio su oportunidad. "¡Ahora yo seré la princesa!", exclamó. Obligó a la verdadera princesa a cambiarse de ropa con ella y a montar en su caballo normal, mientras ella se subía al mágico Falada. Además, la hizo jurar que no le contaría a nadie, ¡absolutamente a nadie!, quién era en realidad. Si lo hacía, ¡zas!, algo terrible le pasaría.
Cuando llegaron al castillo del príncipe, la falsa princesa, toda orgullosa, se presentó. El príncipe, que esperaba a una novia dulce, se sorprendió un poco por lo mandona que era, pero no dijo nada. A la verdadera princesa, vestida con ropas sencillas, la mandaron a cuidar gansos con un muchachito llamado Conradín.
La falsa princesa, temiendo que Falada contara la verdad, ordenó que le cortaran la cabeza al pobre caballo. La verdadera princesa, con el corazón roto, le rogó al matarife que colgara la cabeza de Falada en el gran portón oscuro de la ciudad, por donde ella pasaba cada mañana con sus gansos.
Y así fue. Cada mañana, al pasar por el portón, la princesa decía con tristeza:
"Ay, Falada, qué pena me da verte así colgado".
Y la cabeza de Falada respondía:
"Ay, princesa, si tu madre lo supiera, el corazón se le partiría en dos".
Conradín, el pastorcito de gansos, veía esto y se quedaba muy extrañado. También notaba que la princesa tenía un cabello dorado y brillante, ¡tan hermoso! Un día, intentó arrancarle uno de sus cabellos dorados. Pero la princesa, que aún recordaba un poquito de la magia de su madre, dijo en voz alta:
"Viento, vientecito, llévate el sombrero de Conradín,
que no vuelva hasta que yo termine de peinarme y recoger mi cabello".
Y ¡fiuuu!, un viento travieso se llevó volando el sombrero de Conradín muy, muy lejos. El niño tuvo que correr tanto para recuperarlo que cuando volvió, la princesa ya se había peinado.
Conradín, muy enfadado, fue a contarle todo al viejo rey, el padre del príncipe. "¡Majestad!", dijo, "Esa nueva chica que cuida los gansos habla con una cabeza de caballo colgada en el portón, ¡y además hace volar mi sombrero con el viento!".
El viejo rey, que era muy sabio, pensó: "Hmm, esto es muy curioso". Al día siguiente, se escondió cerca del portón y escuchó la conversación entre la princesa y la cabeza de Falada. Luego, siguió a la princesa al campo y la vio usar su magia para alejar el sombrero de Conradín.
Por la noche, el rey llamó a la pastora de gansos a su habitación. "Cuéntame tu historia", le dijo con amabilidad. Pero la princesa, recordando su juramento, solo pudo decir: "No puedo contarle mis penas a nadie, ni siquiera a usted, majestad. Lo juré".
El rey, entendiendo que algo grave pasaba, le dijo: "Bueno, si no me lo puedes decir a mí, cuéntaselo a esa estufa de hierro que está en el rincón". Y el rey salió de la habitación, pero se quedó escuchando detrás de la puerta.
La princesa, sintiéndose sola y triste, se acercó a la estufa de hierro y empezó a llorar y a contarle toda su historia: cómo era una princesa de verdad, cómo su doncella la había engañado, cómo había perdido el pañuelo mágico y cómo la habían obligado a cuidar gansos.
El rey, al oírlo todo, entró rápidamente. "¡No llores más!", dijo. Mandó traer vestidos reales y joyas para la verdadera princesa. ¡Qué hermosa se veía!
Esa noche, hubo una gran fiesta. El rey sentó a la verdadera princesa junto a su hijo, el príncipe, y a la falsa princesa al otro lado. Cuando terminó la cena, el rey le preguntó a la falsa princesa: "¿Qué castigo merecería alguien que engaña a su señora de esa manera, robándole su identidad y su caballo?".
La falsa princesa, sin saber que hablaba de sí misma, respondió con crueldad: "¡Pues debería ser metida en un barril lleno de clavos puntiagudos y arrastrada por dos caballos blancos hasta que muera!".
"¡Tú misma has dictado tu sentencia!", exclamó el viejo rey. Y así se hizo. La doncella malvada recibió su merecido.
Entonces, la verdadera princesa, ya sin miedos, pudo contarle todo al joven príncipe. Él, al ver su bondad y belleza, se enamoró de ella al instante. Se casaron y vivieron felices para siempre en su reino, donde, quizás, algún día los pasteles sí crecieron en los árboles. Y Falada, aunque solo fuera su cabeza, siempre fue recordado como un amigo leal.
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