Los Doce Cazadores
Cuentos de los Hermanos Grimm
En un reino brillante como el sol, vivía un príncipe muy apuesto. Este príncipe estaba muy enamorado de una princesa y le había prometido casarse con ella. ¡Qué emoción!
Pero un día, el padre del príncipe, el rey, se puso muy enfermo. Antes de cerrar los ojos para siempre, le dijo a su hijo: "Hijo mío, prométeme que te casarás con la princesa del reino vecino. Es mi último deseo."
El príncipe se sintió muy triste. Amaba a su princesa, pero también quería cumplir la promesa a su padre. Con el corazón un poquito roto, dijo: "Lo prometo, padre."
Cuando la primera princesa se enteró, ¡ay, qué tristeza tan grande! Lloró un poquito, pero luego, tuvo una idea genial. "No me voy a quedar triste", pensó. "Voy a buscar a mi príncipe."
Llamó a once amigas suyas que se parecían mucho a ella. Les pidió que se vistieran como cazadores, ¡igual que ella! Así, las doce parecían valientes cazadores con sus sombreros y sus trajes verdes.
Las doce "cazadoras" viajaron hasta el reino del príncipe. Cuando llegaron al castillo, la princesa (disfrazada, claro) le dijo al rey (que ahora era el príncipe, porque su padre ya no estaba): "Somos cazadores expertos y queremos servirle."
El príncipe no la reconoció. ¡Estaba tan bien disfrazada! "¡Qué bien!", dijo. "Necesito buenos cazadores. ¡Bienvenidos!"
Pero en el castillo vivía un león muy especial. ¡Este león podía hablar! Y era muy listo. El león le dijo al príncipe: "Mmm, esos cazadores me parecen un poco raros. Creo que son chicas."
El príncipe se rio. "¡Qué cosas dices, león! Son cazadores fuertes."
"Hagamos una prueba", dijo el león. "Pon muchos guisantes en el suelo del pasillo. Si son hombres, caminarán con paso firme sin importarles. Si son mujeres, quizás caminen con más cuidado para no pisarlos."
El príncipe lo hizo. Pero la princesa era astuta y ya había avisado a sus amigas: "¡Caminen con fuerza, como verdaderos cazadores!" Y así lo hicieron, pisando los guisantes sin dudar.
El león se rascó la cabeza. "Vaya, qué raro."
"Tengo otra idea", dijo el león. "Pon ruecas para hilar en la sala de espera. A los hombres no les interesarán, pero a las mujeres quizás les llamen la atención."
El príncipe colocó las ruecas. Pero la princesa, más lista que un zorro, les dijo a sus compañeras: "¡Ni se les ocurra mirar esas ruecas! A los cazadores no les importan esas cosas." Y cuando pasaron, ninguna les hizo caso.
El león suspiró. "Bueno, quizás me equivoqué."
Pasó el tiempo, y un día, se anunció que la nueva novia, la princesa del reino vecino, llegaría pronto para la boda. Cuando la princesa disfrazada escuchó esto, sintió tal pena que ¡plaf!, se desmayó. Al caer, un anillo que llevaba en su dedo, un regalo que el príncipe le había dado cuando estaban prometidos, rodó por el suelo.
El príncipe vio el anillo. ¡Era el mismo anillo que él le había regalado a su primera amada! Lo recogió y miró a la "cazadora" desmayada. ¡Entonces la reconoció!
"¡Eres tú!", exclamó. "¡Mi verdadera princesa!"
La princesa abrió los ojos. "Sí, soy yo", dijo con una sonrisa débil.
El príncipe se sintió muy feliz y un poco avergonzado por no haberla reconocido antes. "Perdóname", le dijo. "He sido un poco despistado. Tú eres a quien amo de verdad."
Y así, el príncipe le explicó todo a la otra princesa (que fue muy comprensiva, por suerte) y se casó con su primer amor, la valiente princesa disfrazada de cazadora.
El león parlanchín sonrió. "¡Ya sabía yo que había algo especial en esos cazadores!", dijo. Y todos vivieron muy contentos.
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