• La casa del bosque

    Cuentos de Andersen
    En lo profundo de un bosque donde los árboles parecían tocar el cielo, vivía un leñador muy pobre con su esposa y sus tres hijas. Un día, el leñador fue al bosque a buscar leña y le dijo a su hija mayor: "Si no vuelvo para la cena, tráeme algo de comer al bosque. Para que me encuentres, dejaré un rastro de semillas de mijo".

    Llegó la noche y el leñador no volvía. La hija mayor tomó una torta y se adentró en el bosque siguiendo las semillas. Pero los pajaritos del bosque se habían comido todas las semillas, ¡qué traviesos! Después de mucho caminar, vio una lucecita. Era una casita pequeña. Llamó a la puerta y un viejito de barba blanca abrió.

    El viejito dijo: "Pasa, pasa. Estoy solo y necesito ayuda. ¿Podrías prepararme la cena, hacer mi cama y, muy importante, dar de comer a mi gallinita, mi gallo y mi vaquita de colores?".

    La hija mayor pensó: "¡Uf, qué fastidio los animales!". Así que preparó la cena para el viejito, hizo su cama de cualquier manera y se olvidó por completo de la gallinita, el gallo y la vaquita. Luego se acostó y durmió. A la mañana siguiente, el viejito la despertó y, sin decir palabra, la guio a una puerta en el suelo. ¡Plaf! La abrió y la chica cayó por un agujero oscuro, volviendo a su casa muy enfadada.

    Al día siguiente, como el leñador seguía sin aparecer, la esposa envió a la segunda hija. Le dio una torta aún más grande. "Esta vez, dejaré un rastro de lentejas", había dicho el padre el día anterior. Pero, ¡sorpresa! Los pájaros también se comieron las lentejas. La segunda hija también se perdió, encontró la casita y al viejito.

    El viejito le pidió lo mismo. Y ella, igual de perezosa que su hermana, solo se ocupó del viejito y dejó a los animales sin comida ni agua. ¡Pobre gallinita, pobre gallo y pobre vaquita! Por la mañana, ¡zas! También cayó por el agujero oscuro y regresó a casa de mal humor.

    Finalmente, le tocó el turno a la hija menor. Era una chica dulce y trabajadora. Su madre le dio un trocito de pan y un poco de agua. "Esta vez, dejaré un rastro de guisantes", había dicho el padre.

    Los pájaros, que ya conocían el truco, ¡se comieron los guisantes! La hija menor se perdió, pero no se asustó. Caminó y caminó hasta que vio la lucecita de la casita.

    El viejito abrió y le hizo la misma petición. La hija menor sonrió y dijo: "¡Claro que sí! Pero primero, sus animalitos. Deben tener mucha hambre y sed".

    Así que fue al establo, le dio grano fresco a la gallinita y al gallo, que cantaron contentos "¡Quiquiriquí! ¡Cocorocó!". Luego le dio heno tierno y agua fresca a la vaquita, que mugió feliz: "¡Muuuuu!".

    Después, preparó una rica sopa para el viejito y para ella. Hizo la cama del viejito con sábanas limpias y esponjosas. El viejito, muy contento, le dijo: "Has trabajado mucho, ahora duerme tú en mi cama". Ella al principio no quería, pero el viejito insistió. Así que se acostó y se durmió profundamente.

    Cuando despertó, ¡qué maravilla! No estaba en la casita vieja, sino en una habitación preciosa de un castillo enorme. El sol entraba por grandes ventanales. A su lado, no estaba el viejito, sino un príncipe joven y apuesto. El príncipe le sonrió y le dijo: "Una bruja malvada me convirtió en anciano y a mi castillo en esta casita. Solo la bondad de un corazón puro podía romper el hechizo. ¡Y esa has sido tú!".

    "Mi gallinita, mi gallo y mi vaquita eran mis sirvientes, también encantados. Gracias a ti, todos somos libres".

    El príncipe le pidió a la hija menor que se casara con él. Ella, feliz, aceptó. Se celebró una boda grandiosa. Invitaron al leñador y a su esposa, que no cabían en sí de alegría al ver a su hija convertida en princesa. Y vivieron felices para siempre en el hermoso castillo, recordando siempre que la bondad hacia todos, grandes o pequeños, animales o personas, trae las mejores recompensas.

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