• La vieja del saúco

    Cuentos de Andersen
    En una casita con un jardín lleno de flores, no hace tanto tiempo, vivía una señora con sus dos hijas. Una de ellas era tan bonita como trabajadora, siempre con una sonrisa y dispuesta a ayudar. La otra, en cambio, era un poco menos agraciada y bastante, bastante perezosa; ¡su actividad favorita era bostezar! La mamá, ¡vaya cosa!, quería mucho más a la hija perezosa, y la pobre hija trabajadora tenía que hacer todas las tareas de la casa, desde barrer hasta cocinar.

    Un día, mientras la hija trabajadora hilaba lana sentadita junto al pozo, ¡zas!, se pinchó un dedito. Al intentar limpiar la sangre del huso (que es como una aguja grande para hilar) en el agua del pozo, ¡cataplum!, el huso se le resbaló de las manos y cayó adentro. ¡Qué disgusto! Corrió a contárselo a su madrastra, pero ella, en vez de consolarla, se enfadó muchísimo y le dijo con voz de trueno: "¡Pues si lo dejaste caer, ahora mismo te tiras a buscarlo!".

    La pobre niña, con el corazón encogido, no vio otra solución que saltar al pozo. Pero, ¡sorpresa! En lugar de agua fría, se encontró en un prado verde y soleado, lleno de flores de mil colores. Caminó un poquito y vio un horno de pan. De dentro, unos panes doraditos gritaban: "¡Sácanos, sácanos, o nos quemaremos!". La niña, que era muy amable, abrió la puerta del horno y sacó todos los panes con cuidado.

    Siguió su camino y llegó a un manzano cargado de manzanas rojas y brillantes. El árbol le susurró: "¡Ay, sacúdeme, sacúdeme, mis manzanas ya están listas para caer!". La niña sacudió el árbol con alegría y todas las manzanas maduras cayeron suavemente sobre la hierba.

    Finalmente, llegó a una casita pequeña y curiosa. En la puerta había una anciana con unos dientes un poquito grandes, que le sonrió amablemente. "No tengas miedo, querida", le dijo. "Soy la Señora Holle. Si quieres quedarte conmigo y ayudarme con las tareas, te trataré muy bien". La tarea más importante era sacudir las camas de plumas con mucha energía. ¡Tanta, que cuando las plumas volaban por el aire, en el mundo de la niña empezaba a nevar!

    La hija trabajadora se quedó con la Señora Holle y cumplía todas sus tareas con esmero y alegría. Siempre tenía comida rica y una palabra amable. Pero después de un tiempo, empezó a echar de menos su hogar, aunque allí no la trataran tan bien. Así que, con un poco de tristeza, le dijo a la Señora Holle: "He estado muy feliz aquí, pero me gustaría volver a casa".

    La Señora Holle, contenta por lo bien que había trabajado la niña, le dijo: "Me alegra que quieras volver. Como has sido tan buena y trabajadora, te daré tu recompensa". La acompañó hasta un gran portón dorado. Cuando la niña pasó por debajo, ¡una lluvia de oro puro cayó sobre ella, cubriéndola de pies a cabeza! "Esto es por tu buen corazón", dijo la Señora Holle. Y, ¡magia!, el huso que había perdido apareció de nuevo en su mano.

    El portón se cerró y la niña apareció cerca de su casa. Cuando entró, cubierta de oro, el gallo del corral se puso a cantar: "¡Quiquiriquí! ¡Nuestra niña de oro ya está aquí!".

    Al verla tan reluciente, la madrastra y la hermana perezosa se murieron de envidia. La madrastra decidió que su hija favorita también debía conseguir tanto oro. Así que la mandó al pozo, le dijo que se pinchara el dedo a propósito y que tirara el huso dentro. La hija perezosa obedeció, aunque con pocas ganas, y saltó al pozo.

    Llegó al mismo prado maravilloso. Cuando los panes del horno gritaron: "¡Sácanos, sácanos!", ella respondió con un bostezo: "¡Uf, qué pereza! No me voy a ensuciar las manos por unos panes". Cuando el manzano le pidió que lo sacudiera, ella dijo: "¡Ni pensarlo! ¿Y si me cae una manzana en la cabeza?".

    Así llegó a la casa de la Señora Holle. Al principio, intentó trabajar un poco, pensando en el oro. Pero enseguida se cansó. No sacudía las camas con fuerza, así que en el mundo casi no nevaba. Se pasaba el día tumbada y quejándose. Pronto, la Señora Holle se cansó de su pereza y la despidió.

    La hija perezosa se alegró, ¡pensaba que por fin le darían su oro! La Señora Holle la llevó también al gran portón. Pero cuando la niña pasó por debajo, en lugar de oro, ¡le cayó encima un caldero lleno de brea negra y pegajosa! "Esto es por tu pereza", dijo la Señora Holle con seriedad.

    La niña volvió a casa toda cubierta de brea, sucia y enfadada. Cuando el gallo la vio, cantó: "¡Quiquiriquí! ¡Nuestra niña de brea ya está aquí!". Y por mucho que intentaron limpiarla, la brea se quedó pegada a ella para siempre, recordándole que la pereza no trae buenas recompensas.

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