Lo que la vieja Johanne contaba
Cuentos de Andersen
Escuchen con atención, que les voy a contar una historia que me narró una vez una ancianita muy sabia llamada Juana, cuando yo era apenas un chiquillo.
En una casita muy humilde, donde el sol apenas entraba por las ventanitas, vivía una familia con muchos, muchos hijos. El más pequeño de todos era un niño flaquito y pálido, que pasaba mucho tiempo en su camita porque no tenía muchas fuerzas para jugar. Pero aunque no podía correr y saltar como los demás, ¡tenía una imaginación que volaba más alto que las cometas!
Un día, escuchó ruiditos en la despensa, ¡chip, chip, chip! Y se imaginó que allí vivía un rey muy importante: el Rey Ratón, con toda su corte de ratoncitos. El niño sonrió, ¡qué emocionante!
Cada noche, el niño guardaba unas miguitas de pan de su cena y, a escondidas, las dejaba en un rinconcito de la despensa para el Rey Ratón y sus súbditos. "Para que tengan un banquete", pensaba.
Y ¿saben qué? El Rey Ratón, o al menos eso creía el niño, era muy agradecido. A cambio de las miguitas, le enviaba al niño los sueños más maravillosos. Cuando el niño cerraba los ojos, ¡zas!, aparecía en mundos increíbles. Soñaba que viajaba en carrozas de oro tiradas por seis ratones blancos, que bailaba con princesas de vestidos brillantes como estrellas y que comía pasteles tan altos como una montaña, ¡y todos de chocolate!
El niño se sentía feliz con sus sueños, y cada mañana contaba emocionado sus aventuras nocturnas, aunque nadie más que él entendía de dónde venían. Pero su cuerpecito se iba poniendo cada vez más débil.
Un día, el niño cerró sus ojitos para dormir y ya no los volvió a abrir. Se había ido a soñar para siempre, quizás al país maravilloso que el Rey Ratón le mostraba cada noche.
El Rey Ratón, en la despensa, se puso muy triste. Ya no había miguitas, y extrañaba a su amigo humano que le dejaba tan ricos manjares.
Cuando la mamá del niño lo estaba arreglando con su ropita más limpia, encontró algo apretado en su manita cerrada. Con cuidado, le abrió los deditos y descubrió una figurita de madera, pequeñita y muy bien hecha. Parecía una princesa de cuento, o quizás un soldadito valiente, tallado con mucho esmero.
Nadie sabía de dónde había salido esa figurita tan bonita. Pero la vieja Juana, y yo también, creemos que fue el último regalo del agradecido Rey Ratón para su pequeño amigo.
Y así, terminaba la vieja Juana su relato, recordándonos que hasta las criaturas más pequeñas pueden darnos los regalos más grandes, si tenemos un corazón bueno y una gran imaginación.
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