Las Cigüeñas
Cuentos de Andersen
En el tejado más alto de la última casa de un pequeño pueblo, vivía una familia de cigüeñas. Mamá Cigüeña estaba empollando sus huevos con mucho cuidado, mientras Papá Cigüeña vigilaba desde el borde del nido, estirando su largo cuello.
Pronto, ¡clac, clac, clac!, los huevos se abrieron y de ellos salieron cuatro pequeños cigüeñitos. Tenían picos largos y patas delgadas, y siempre estaban hambrientos.
Abajo, en la calle, jugaban unos niños. La mayoría eran un poco revoltosos y, cuando veían a las cigüeñas, les cantaban una canción un poco burlona:
"Cigüeña, cigüeña, patas largas,
¿cuándo te vas a marchar?
¡No nos traigas más hermanos,
que ya no cabemos más!"
Mamá Cigüeña se ponía un poco triste al oírles. "¡Ay, qué niños!", suspiraba. "¿Por qué nos cantan esas cosas tan feas?"
Papá Cigüeña, que era muy sabio, le decía: "No te preocupes, querida. Los niños son así. Pero ya verás, cuando llegue el momento de traer los bebés de verdad, sabremos a quién darle los más bonitos."
Había un niño en el pueblo llamado Pedro. Pedro nunca cantaba esa canción. A él le gustaban las cigüeñas. Le parecía que volaban con mucha elegancia y le gustaba ver cómo cuidaban a sus polluelos. A veces, incluso les dejaba miguitas de pan cerca de donde jugaba, por si bajaban.
Pasó el tiempo y los pequeños cigüeñitos crecieron. Aprendieron a volar, primero torpemente y luego con gran destreza, siguiendo a sus padres por el cielo.
Llegó el día en que las cigüeñas adultas se preparaban para su gran tarea: traer los bebés humanos desde el lejano estanque donde duermen los bebés hasta que es hora de nacer.
Papá Cigüeña reunió a sus hijos ya mayores. "Escuchad", les dijo con voz seria pero amable. "A los niños buenos, que nos respetan y nos admiran, les llevaremos los bebés más dulces y sonrientes."
"¿Y a los niños que nos cantaban feo?", preguntó uno de los jóvenes cigüeños.
Papá Cigüeña hizo un guiño. "A ellos... bueno, quizás les llevemos un bebé que llore un poquito más, o uno que necesite muchos cuidados para que aprendan a ser pacientes. O tal vez, solo tal vez, les dejaremos una nota que diga: 'Ser amable siempre trae mejores sorpresas'".
Y así lo hicieron. Una mañana, Pedro se despertó y encontró en una cesta, junto a la ventana, a una hermanita preciosa, con una sonrisa que iluminaba toda la habitación. ¡Estaba felicísimo!
Los otros niños, los que cantaban la canción burlona, también recibieron bebés. Algunos eran muy tranquilos, otros un poco más llorones. Y uno de ellos, el que más fuerte cantaba, encontró una pequeña pluma de cigüeña en su almohada con una notita que decía: "Las palabras amables vuelan lejos y traen alegría. ¡Inténtalo el próximo año!"
Cuando llegó el otoño, la familia de cigüeñas se preparó para su largo viaje hacia el sur, a tierras más cálidas donde pasar el invierno.
Pedro los despidió con la mano desde su ventana, con su hermanita en brazos. "¡Buen viaje!", les gritó. Sabía que volverían la próxima primavera. Y quizás, para entonces, todos los niños del pueblo habrían aprendido que ser amables con las cigüeñas, y con todos los animales, siempre es la mejor canción.
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