• Historia de una madre

    Cuentos de Andersen
    Una noche muy, muy fría, una mamá estaba sentada junto a la cuna de su hijito. El bebé estaba muy enfermo, y ella no apartaba los ojos de él, preocupada y triste. Llevaba tres días sin dormir, cuidándolo.

    De repente, la puerta se abrió con un crujido y entró un anciano muy alto, envuelto en una manta grande, como las que se usan para los caballos en invierno para que no pasen frío. ¡Qué frío hacía afuera! El anciano se estremeció un poco. El bebé se había dormido un momentito, y la mamá, tan cansada, cerró los ojos también, solo un poquito, un suspiro.

    Cuando los abrió, ¡el anciano ya no estaba, y su bebé tampoco! La cuna estaba vacía. ¡Oh, no! La mamá gritó y salió corriendo de la casa, llamando a su niño en la oscuridad nevada. ¡Era la Muerte quien se había llevado a su pequeño!

    Afuera, en la nieve, encontró a una mujer vestida de largos ropajes negros. Era la Noche.
    "Noche, buena Noche," suplicó la mamá, "¿has visto a la Muerte pasar con mi hijito?"
    "Sí," dijo la Noche con voz suave. "Pero antes de decirte por dónde fue, tienes que cantarme todas las canciones de cuna que le cantabas a tu bebé. Me encantan esas canciones."
    La mamá cantó y cantó, con lágrimas rodando por sus mejillas, todas las dulces melodías que conocía.
    Cuando terminó, la Noche le dijo: "La Muerte fue por ese camino, hacia el bosque oscuro y profundo."

    La mamá corrió hacia el bosque. En medio del camino, un Espino enorme, cubierto de hielo y púas afiladas, le bloqueó el paso.
    "Espino, querido Espino," rogó la mamá, "¿has visto a la Muerte con mi niño?"
    "Sí," crujió el Espino. "Pero no te dejaré pasar si no me calientas con tu corazón. Tengo mucho frío."
    La mamá abrazó el Espino con todas sus fuerzas, apretándolo contra su pecho. Las púas se clavaron en su piel, y gotas rojas cayeron en la nieve, pero ella no lo soltó hasta que el Espino sintió calor y sus ramas heladas se llenaron de hojas verdes y flores.
    "Gracias," dijo el Espino. "La Muerte fue por allá, cruzando el gran lago."

    La mamá llegó a un lago grande y helado. No había barco ni puente.
    "Lago, buen Lago," lloró la mamá, "¿cómo puedo cruzar? ¿Has visto a la Muerte con mi bebé?"
    "Sí," susurró el Lago. "Pero no te llevaré al otro lado a menos que llores todos tus ojos en mí. Tengo sed de perlas."
    La mamá lloró tanto, tanto, que sus ojos cayeron en el lago y se convirtieron en dos perlas preciosas. El lago, conmovido, la levantó suavemente con una ola y la llevó flotando a la otra orilla.

    Allí, encontró una cabaña muy extraña. Una anciana de cabello blanco como la nieve cuidaba la entrada de un invernadero gigante, lleno de plantas maravillosas.
    "Anciana sabia," dijo la mamá, que ya no podía ver, "¿has visto a la Muerte con mi hijito?"
    "Sí," respondió la anciana. "La Muerte está adentro, cuidando su jardín. Pero hace frío aquí afuera. Dame tu hermoso cabello largo y negro para calentarme, y te diré cómo reconocer la flor de tu hijo entre todas las demás."
    La mamá, sin dudarlo, se cortó su hermoso cabello negro y se lo dio a la anciana, que lo usó como una cálida bufanda.
    "Entra," dijo la anciana. "La flor de tu hijo es un pequeño capullo azul, muy débil, que apenas late. Lo reconocerás porque su corazón de flor late como el de tu bebé."

    La mamá entró al invernadero. ¡Qué maravilla! Había miles y miles de flores y árboles de todas las formas y tamaños. Algunos eran fuertes y hermosos, otros pequeños y débiles. Cada uno era una vida humana.
    Buscó y buscó, y al fin encontró un pequeño jacinto azul, muy débil, que apenas respiraba. ¡Era su hijito! Su corazón de flor latía suavemente.
    "¡Mi pequeño!" exclamó, y quiso protegerlo.

    En ese momento, llegó la Muerte. Era el mismo anciano que había entrado en su casa.
    "¿Cómo me encontraste?" preguntó la Muerte.
    "Soy una madre," respondió ella.
    La mamá, desesperada, amenazó: "¡Devuélveme a mi hijo! Si no lo haces, ¡arrancaré todas estas flores para que ninguna vida pueda seguir!"
    "No hagas eso," dijo la Muerte con calma. "Nadie puede ir contra la voluntad de Dios. Cada flor tiene su destino. Mira."
    La Muerte le mostró a la mamá dos futuros posibles para su hijo. En uno, el niño crecía para sufrir mucho, con enfermedades, tristeza y dolor. En el otro, si moría ahora, iría directamente a un lugar de paz y alegría eterna, el jardín de Dios, donde no habría más lágrimas.

    La mamá miró y entendió. Aunque le dolía el corazón como nunca antes, quería lo mejor para su bebé.
    Con voz temblorosa, pero firme, dijo: "Entonces... cumple la voluntad de Dios. Llévalo a Su jardín, donde no habrá sufrimiento."
    La Muerte tomó el pequeño jacinto azul con mucho cuidado y desapareció con él entre las demás flores.
    La mamá se quedó sola en el invernadero, ciega y con el cabello corto, pero con una extraña paz en su corazón. Sabía que, aunque lo extrañaría siempre, su hijito estaría en un lugar mejor, feliz y sin dolor.

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