El Padrino Muerte
Cuentos de los Hermanos Grimm
Un papá tenía tantos hijos, ¡tantísimos!, que cuando nació el último bebé, ya no sabía a quién pedirle que fuera su padrino. Salió a la calle, caminando y pensando, con cara de preocupación.
Primero se encontró con un señor muy amable y vestido de luz. "¿Quieres ser el padrino de mi nuevo bebé?", preguntó el papá. "Claro que sí", dijo el señor, que era Dios. Pero el papá movió la cabeza y dijo: "Mmm, no gracias. Tú le das más a los ricos y a veces te olvidas de los pobres". Y siguió caminando.
Después, se topó con alguien que tenía una sonrisa un poco traviesa y olía un poquito a humo. "¿Y tú? ¿Quieres ser el padrino?", preguntó el papá. "¡Por supuesto!", dijo el Diablo, frotándose las manos. Pero el papá pensó un poco y dijo: "Mmm, tampoco. Tú siempre estás engañando a la gente y haciendo trampas". Y siguió su camino.
Finalmente, vio venir a alguien muy alto y delgado, con una capa oscura. Era La Muerte. El papá, aunque le dio un poquito de miedo, le preguntó: "¿Y tú? ¿Te gustaría ser la madrina de mi hijo?". La Muerte asintió. "¿Por qué me eliges a mí?", preguntó con una voz que sonaba como hojas secas. El papá respondió: "Porque tú eres justa. Te llevas a todos por igual, no importa si son ricos o pobres, buenos o malos". "¡Trato hecho!", dijo La Muerte. Y así, La Muerte se convirtió en la madrina del niño.
Cuando el niño creció y se hizo un joven, La Muerte apareció un día. "Ahijado mío", le dijo, "voy a hacerte un regalo especial. Serás el mejor doctor del mundo". Lo llevó a un lugar secreto en el bosque y le mostró una planta con hojas brillantes. "Esta es una hierba mágica", explicó La Muerte. "Con ella puedes curar cualquier enfermedad. Pero tienes que seguir una regla muy importante: cuando vayas a ver a un enfermo, yo estaré allí, invisible para los demás. Si me ves parada a la cabeza de la cama, puedes darle la hierba y se pondrá bien. Pero si me ves parada a los pies de la cama, significa que esa persona debe venir conmigo, y no puedes usar la hierba. ¿Entendido?".
El joven prometió obedecer y se convirtió en un doctor famosísimo. ¡Curaba a casi todo el mundo! La gente venía de muy lejos para verlo y se hizo muy rico.
Un día, el Rey del país se puso muy, muy enfermo. Llamaron al famoso doctor. Cuando entró en la habitación, vio a La Muerte parada justo a los pies de la cama del Rey. El doctor recordó la promesa, pero pensó: "¡Es el Rey! Si lo curo, seré aún más importante... Además, La Muerte es mi madrina, seguro que me perdona". Así que, desobedeciendo la regla, le dio la hierba mágica al Rey. ¡Y el Rey se curó al instante!
La Muerte miró a su ahijado con cara de pocos amigos. "Te lo perdono esta vez porque eres mi ahijado", le susurró. "Pero ¡ay de ti si vuelves a engañarme!".
Poco tiempo después, la hija del Rey, la Princesa, cayó terriblemente enferma. El Rey estaba desesperado y prometió que quien la curara se casaría con ella y sería el próximo rey. El doctor fue corriendo al palacio. Al entrar en la habitación de la Princesa, ¡qué horror! Vio a La Muerte otra vez a los pies de la cama. Pero la Princesa era tan bonita y la idea de ser rey era tan tentadora, que el doctor decidió engañar a su madrina de nuevo. Tuvo una idea muy astuta: pidió a los sirvientes que le dieran la vuelta a la cama rápidamente. ¡Así, La Muerte quedó a la cabeza! El doctor, sin perder tiempo, le dio la hierba a la Princesa, y ella abrió los ojos, curada.
Pero esta vez, La Muerte no estaba nada contenta. ¡Estaba furiosa! Agarró a su ahijado del brazo con sus dedos huesudos y lo arrastró a una velocidad increíble hasta una cueva oscura y profunda bajo tierra.
Dentro de la cueva había miles y miles de velas encendidas. Unas eran altas y fuertes, otras medianas, y muchas eran pequeñitas y parpadeaban, a punto de apagarse. "Mira", dijo La Muerte, con su voz más seria. "Cada vela es la vida de una persona".
El doctor, asustado, buscó su propia vela. La encontró enseguida: era una velita muy, muy pequeña, cuya llama temblaba y casi se extinguía. "¡Madrina, por favor!", rogó el doctor. "¡Ayúdame! ¡Ponme una vela nueva y grande para que pueda vivir más tiempo!".
La Muerte lo miró fijamente. Tomó una vela nueva y alta. "Está bien", dijo. "Intentaré poner esta vela nueva sobre la tuya para que prenda". Pero justo cuando iba a hacerlo, "¡Uy!", exclamó La Muerte, "¿Ves lo que pasa por engañarme? ¡Se me resbaló!". La pequeña vela del doctor cayó al suelo y la llama se apagó por completo. En ese mismo instante, el doctor cayó también, y La Muerte se lo llevó con ella. Y es que a La Muerte, al final, nadie la puede engañar.
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