La liebre blanca de Inaba
Mitología japonesa
En una isla muy bonita llamada Oki, vivía un conejito blanco como la nieve. Este conejito tenía muchas ganas de cruzar el mar para llegar a otra tierra llamada Inaba, ¡pero no sabía nadar tan lejos!
Un día, mientras miraba el agua, vio un montón de cocodrilos (o quizás eran tiburones, ¡unos animales grandes con muchos dientes!) nadando cerca de la orilla. El conejito, que era muy astuto, tuvo una idea brillante.
Se acercó y les gritó: "¡Hola, amigos cocodrilos! Me preguntaba... ¿quiénes son más numerosos, ustedes o los conejos de mi isla? ¡Si se ponen en fila hasta Inaba, los contaré uno por uno!"
Los cocodrilos, un poco orgullosos y curiosos, pensaron que era un buen juego. Así que, ¡zas!, se pusieron todos en una larga fila, formando un puente desde la isla de Oki hasta la tierra de Inaba.
El conejito, muy contento, empezó a saltar sobre sus espaldas: "¡Uno, dos, tres, cuatro...!" iba contando mientras cruzaba. ¡Plof, plof, plof! sonaban sus patitas sobre los lomos de los cocodrilos.
Cuando ya casi llegaba al final, justo antes de saltar al último cocodrilo, el conejito no pudo aguantar la risa y exclamó: "¡Jaja, qué tontos son! ¡Solo los usé para cruzar el mar!"
El último cocodrilo, al oír esto, se enfadó muchísimo. ¡Pero muchísimo! Justo cuando el conejito iba a dar el salto final a la tierra, el cocodrilo se giró y ¡ñam! Le arrancó todo el pelaje al pobre conejito con una mordida.
El conejito, sin su suave pelo blanco, quedó en la playa llorando de dolor. ¡Le ardía toda la piel!
Al rato, pasaron por allí ochenta hermanos, que eran unos príncipes un poco presumidos y no muy simpáticos. Vieron al conejito llorando y, en vez de ayudarlo, se burlaron. Uno de ellos le dijo: "¡Ay, qué gracioso! Si quieres curarte, báñate en el agua salada del mar y luego siéntate al viento para que te seques".
El conejito, desesperado, les hizo caso. Pero, ¡qué error! El agua salada le picó horriblemente en la piel herida, y cuando el viento sopló, su piel se secó y se agrietó aún más. ¡El dolor era insoportable!
Poco después, llegó el hermano menor de aquellos príncipes. Se llamaba Ōkuninushi y era muy diferente a los demás: era amable y de buen corazón. Él iba cargando todas las bolsas pesadas de sus hermanos. Cuando vio al conejito sufriendo tanto, se acercó con cuidado y le preguntó: "¿Qué te ha pasado, pequeño? ¿Por qué lloras así?"
El conejito, entre sollozos, le contó toda la historia: cómo había engañado a los cocodrilos, cómo lo habían despellejado y cómo sus hermanos le habían dado un mal consejo.
Ōkuninushi sintió mucha pena por él. "Pobrecito", le dijo con voz suave. "No te preocupes, yo te ayudaré. Primero, ve a ese arroyo de allí y lávate bien con agua dulce para quitarte toda la sal. Después, busca unas flores amarillas que crecen cerca, se llaman espadañas. Recoge su polen y rueda sobre él. Eso calmará tu piel y te ayudará a sanar".
El conejito siguió las instrucciones de Ōkuninushi. Se lavó con el agua fresca del arroyo, ¡y sintió un alivio inmediato! Luego, encontró las flores de espadaña y se revolcó en su suave polen amarillo. Poco a poco, el dolor desapareció y, como por arte de magia, un nuevo y hermoso pelaje blanco comenzó a crecerle.
El conejito, feliz y completamente curado, le dio las gracias a Ōkuninushi con mucha alegría. "¡Eres tan bueno y sabio!", le dijo. "Por tu bondad, te aseguro que serás tú, y no tus hermanos crueles, quien se case con la hermosa princesa Yakami de Inaba".
Y así fue. El conejito aprendió que ser astuto está bien, pero burlarse de los demás puede traer problemas. Y Ōkuninushi, gracias a su gran corazón, no solo ayudó a un conejito en apuros, sino que también encontró su propia felicidad.
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