Los dos soldados y el ladrón
Fábulas de Esopo
Un día, mientras el sol brillaba alto en el cielo, dos soldados llamados Carlos y Miguel marchaban por un sendero polvoriento. Llevaban sus escudos y sus espadas, y charlaban animadamente sobre las tartas de manzana que comerían al llegar al próximo pueblo.
De repente, ¡zas!, un ladrón con cara de pocos amigos saltó de entre unos matorrales. Era grande y llevaba un garrote enorme.
Miguel, que siempre presumía de ser el más veloz, ¡salió corriendo como un rayo! No paró hasta esconderse detrás de una roca enorme, donde temblaba como un flan, espiando con un solo ojo.
Carlos, en cambio, aunque su corazón latía un poquito más rápido, se plantó firme. Agarró con fuerza su escudo y su espada, listo para lo que viniera.
El ladrón se abalanzó sobre Carlos, pero Carlos fue muy hábil. Después de un corto pero ruidoso choque de metales, ¡clin, clan!, el ladrón vio que Carlos no era un rival fácil y prefirió huir para no salir lastimado, perdiéndose de nuevo entre los árboles.
Apenas desapareció el ladrón, Miguel salió de detrás de la roca, sacudiéndose el polvo. Se acercó a Carlos, muy orgulloso, y dijo: "¡Vaya, vaya! ¡Qué bien que llegué justo a tiempo para ahuyentarlo con mis gritos! ¿Verdad que se asustó cuando me oyó?"
Carlos lo miró, secándose el sudor de la frente, y respondió con calma: "Amigo Miguel, tus gritos desde lejos fueron... interesantes. Pero la próxima vez, me gustaría más que tu espada estuviera a mi lado luchando, y no tus pies corriendo tan lejos. Es fácil ser valiente cuando el peligro ya pasó."
Miguel se quedó callado, un poco rojo de la vergüenza, y entendió que las palabras valientes no sirven de mucho si no van acompañadas de acciones valientes.
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