El Labrador y la Fortuna
Fábulas de Esopo
En un campo muy verde y lleno de flores, un campesino llamado Tomás trabajaba con mucho ánimo. El sol brillaba y los pajaritos cantaban mientras Tomás preparaba la tierra para sembrar.
De repente, su arado chocó con algo duro. ¡Clonk!
"¿Qué será esto?", pensó Tomás con curiosidad.
Empezó a cavar con sus manos y, ¡sorpresa!, encontró una vieja olla de barro. Con mucho cuidado, la levantó. ¡Pesaba un montón! Al abrirla, sus ojos se hicieron grandes como platos: ¡estaba llena de monedas de oro brillante!
"¡Increíble! ¡Soy rico!", gritó Tomás, saltando de alegría. "¡Oh, querida Tierra, gracias, gracias por darme este tesoro tan maravilloso! ¡Siempre has sido buena conmigo, dándome cosechas y ahora esto!". Y se puso a bailar alrededor de la olla, abrazándola.
En ese momento, una luz suave apareció a su lado y, de la nada, surgió una figura elegante y sonriente. Era la Diosa Fortuna, que a veces trae buena suerte y otras veces... bueno, no tanta.
"Hola, Tomás", dijo la Diosa Fortuna con una vocecita divertida. "Veo que estás muy contento con lo que encontraste".
Tomás, un poco sorprendido, asintió con la cabeza.
"Y le estás dando las gracias a la Tierra, ¿verdad?", continuó Fortuna, levantando una ceja. "Es muy amable de tu parte. Pero dime, Tomás, si en lugar de encontrar este tesoro, tu arado se hubiera roto o una plaga hubiera arruinado tu cosecha, ¿a quién le hubieras echado la culpa?".
Tomás se quedó pensando un momento. "Bueno...", dijo rascándose la cabeza, "supongo que hubiera dicho: ¡Qué mala suerte tengo! ¡Seguro que fue culpa de la Fortuna!".
La Diosa Fortuna sonrió aún más. "¡Exacto! Cuando las cosas van mal, todos se acuerdan de mí y me culpan. Pero cuando encuentran un tesoro como este, se lo agradecen a la Tierra, a su trabajo, ¡o a cualquier otra cosa menos a mí!".
Tomás se sintió un poco avergonzado. La Diosa tenía razón.
"Así que", concluyó Fortuna con amabilidad, "si me vas a culpar por los tropiezos, ¡al menos acuérdate de darme las gracias cuando te sonríe la suerte!".
Dicho esto, la Diosa Fortuna le guiñó un ojo y desapareció tan misteriosamente como había llegado.
Tomás miró el oro y luego al cielo. Desde ese día, aprendió que aunque el trabajo duro es importante, un poquito de buena suerte también ayuda, y no está de más agradecerla cuando aparece.
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