La mula
Fábulas de Esopo
En un establo calentito y lleno de heno fresco, vivía una mula muy orgullosa. Comía la mejor avena, bebía agua cristalina y casi nunca tenía que trabajar.
"Mi padre", solía decirles a las gallinas y a los patos con la nariz bien alta, "era un caballo de carreras famosísimo, ¡el más veloz de todos los campos! Por eso yo soy tan elegante y tengo estas patas tan finas". De su mamá, una burrita muy trabajadora y paciente, prefería no hablar mucho.
Un día, el granjero necesitaba llevar unos sacos muy pesados de harina al molino, que estaba al otro lado de una colina empinada. "¡Mula!", la llamó. "Hoy te toca trabajar de verdad".
La mula resopló un poco, pero se dejó cargar los sacos. Al principio, caminaba con paso ligero, pensando: "Bueno, esto no es tan difícil para alguien de mi categoría". Pero a medida que el camino se hacía más empinado y el sol calentaba más, los sacos parecían pesar una tonelada.
Sus patas finas empezaron a temblar. Sudaba y jadeaba. "¡Uf, qué cansancio!", pensó. "Esto no es vida para la hija de un campeón".
Justo cuando sentía que no podía dar un paso más, con la lengua afuera y las orejas caídas, se acordó de su mamá. Recordó cómo su madre, la burrita, cargaba cosas pesadas todos los días, subiendo y bajando colinas sin quejarse, siempre con paso firme y seguro. Pensó en la fuerza de su mamá, en su resistencia y en sus largas orejas, tan parecidas a las suyas.
"Vaya", suspiró la mula, mientras seguía subiendo con mucho esfuerzo. "Quizás tener algo de mi mamá burrita, esa que trabaja tanto y es tan fuerte, no está nada mal después de todo". Y aunque seguía muy cansada, sintió que podía seguir adelante, un pasito testarudo detrás de otro, igual que lo hubiera hecho su mamá.
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