• El granjero y la serpiente

    Fábulas de Esopo
    Imagina un día de invierno, uno de esos días en que el viento sopla y hace tiritar hasta a los árboles más fuertes. Un campesino de corazón noble caminaba por el campo, buscando leña para su chimenea. Sus mejillas estaban rojas por el frío y su aliento salía como una nubecita blanca.

    De repente, vio algo en la nieve: una serpiente, tiesa como un lazo congelado, casi sin vida. El frío la había dejado inmóvil.

    "¡Oh, pobrecilla!" exclamó el campesino. "Aunque seas una serpiente, no mereces este final tan helado."

    Con mucho cuidado, la recogió con sus guantes gruesos y la metió dentro de su abrigo, cerquita de su pecho, para darle calor con su propio cuerpo. "Te llevaré a casa," le susurró, "allí estarás calentita."

    Al llegar a su cabaña, la dejó con suavidad junto a la chimenea encendida. El calorcito bueno del fuego empezó a hacer efecto. La serpiente, que parecía un palito de hielo, comenzó a moverse lentamente. Primero un poquito, luego otro poquito más, ¡hasta que se estiró y siseó, ya despierta y llena de energía!

    El campesino sonrió, feliz de haberla salvado. Se acercó para verla mejor, pensando que quizás la serpiente le agradecería. Pero entonces, ¡zas! La serpiente, rápida como un rayo, se lanzó y le clavó sus colmillos venenosos en la mano que la había ayudado.

    "¡Ay, qué dolor!" gritó el campesino, mirando su mano herida y sintiendo cómo el veneno empezaba a correr. "He sido un tonto. Quise ayudar a quien, por naturaleza, solo sabe hacer daño."

    Y así, con tristeza y dolor, el buen campesino aprendió que hay maldades que ni el mayor cariño ni la más grande ayuda pueden cambiar.

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