La liebrecita marina
Cuentos de los Hermanos Grimm
Un día, mientras el sol brillaba con alegría en el cielo azul, un erizo de patitas cortas paseaba por el campo. De repente, apareció una liebre muy veloz, que al ver al erizo, no pudo evitar reírse.
"¡Pero qué piernas tan cortitas tienes!", exclamó la liebre. "¿Cómo haces para caminar con eso?".
El erizo, aunque un poco molesto, tuvo una idea. "Puede que mis piernas sean cortas", respondió con calma, "pero te aseguro que soy más rápido que tú. ¿Quieres una carrera?".
La liebre soltó una carcajada. "¿Tú, ganarme a mí? ¡Eso es imposible! Pero acepto el desafío, solo para divertirme un poco".
"Muy bien", dijo el erizo. "Correremos por este surco largo del campo. Yo me pondré en un extremo y tú en el otro. Cuando diga 'ya', empezamos".
Pero antes de empezar, el erizo corrió a su casa y le dijo a su esposa, que era idéntica a él: "Querida, necesito tu ayuda. Ponte al final del surco. Cuando la liebre llegue corriendo, tú solo asoma la cabeza y grita: '¡Ya estoy aquí!'". La esposa del erizo entendió el plan y fue rápidamente al otro extremo del surco.
El erizo volvió al inicio del surco donde esperaba la liebre. "¡Lista!", gritó la liebre.
"¡Ya!", respondió el erizo, y se agachó un poquito, sin moverse de su sitio.
La liebre salió disparada como una flecha. Corría y corría, levantando polvo a su paso. Cuando llegó al final del surco, jadeando, vio una cabeza de erizo asomándose.
"¡Ya estoy aquí!", gritó la esposa del erizo.
La liebre no podía creerlo. "¿Cómo es posible?", pensó. "¡Esto no puede ser! ¡Corramos de vuelta!".
Y así lo hizo. Corrió con todas sus fuerzas hacia el otro extremo. Pero al llegar, allí estaba el primer erizo, sonriendo.
"¡Ya estoy aquí!", dijo él.
La liebre estaba muy confundida y enfadada. "¡Otra vez!", gritó. Y corrió de nuevo.
Y así, una y otra vez, la liebre corría de un extremo al otro del surco. Cada vez que llegaba, un erizo (o su esposa) ya estaba allí diciendo: "¡Ya estoy aquí!".
La pobre liebre corrió tantas veces que sus largas piernas ya no le respondían. Estaba tan, tan cansada que se dejó caer al suelo, sin aliento, y no pudo moverse más.
El erizo y su esposa se acercaron tranquilamente. "Ves", dijo el erizo con una sonrisa, "a veces, ser astuto es mejor que ser el más rápido".
Desde ese día, la liebre aprendió que no hay que burlarse de los demás por su apariencia, y que la inteligencia puede ganar a la velocidad. Y el erizo y su esposa vivieron felices, sabiendo que juntos eran un gran equipo.
1579 Vistas