• El ahijado de la Muerte

    Cuentos de los Hermanos Grimm
    Imaginen un hombre muy, muy pobre que ya tenía doce hijos. ¡Doce! Y cuando nació el decimotercero, el hombre no sabía a quién pedirle que fuera el padrino. Salió al camino preocupado, pensando y pensando.

    De pronto, se encontró con un señor amable que le dijo: "Yo seré el padrino de tu hijo. Le daré mucha felicidad".
    El hombre preguntó: "¿Y tú quién eres?".
    "Soy Dios", respondió el señor.
    Pero el hombre dijo: "Mmm, no gracias. Tú le das mucho a los ricos y dejas que los pobres pasen hambre. No me pareces justo".

    Siguió caminando y se topó con otro personaje, un poco oscuro y con una sonrisa astuta. "¡Ey! Yo puedo ser el padrino", ofreció. "Le daré todo el oro y los placeres del mundo".
    "¿Y tú quién eres?", preguntó el hombre con desconfianza.
    "Soy el Diablo", contestó con un guiño.
    "¡Uy, no! Tú engañas a la gente. Tampoco te quiero a ti", dijo el hombre y se alejó rápido.

    Finalmente, mientras caminaba cabizbajo, apareció una figura alta y delgada, envuelta en una capa y con una voz serena. "Yo seré la madrina de tu hijo", dijo.
    El hombre la miró y preguntó: "¿Y tú quién eres?".
    "Soy la Muerte", respondió ella. "Y soy la más justa de todos, porque me llevo a ricos y a pobres por igual, sin hacer diferencias".
    El hombre pensó un momento y dijo: "¡Tú sí que eres justa! Acepto que seas la madrina".

    Así, la Muerte se convirtió en la madrina del niño. Cuando el niño creció y se hizo un joven, la Muerte se le apareció un día y le dijo: "Querido ahijado, quiero hacerte un regalo. Te convertirás en un médico muy famoso. Cuando vayas a ver a un enfermo, yo estaré allí. Si me ves parada a la cabecera de la cama, significa que esa persona se curará. Podrás darle una hierba especial que te daré y sanará. Pero, si me ves a los pies de la cama, significa que esa persona me pertenece y no hay nada que puedas hacer. No debes usar la hierba en ese caso".

    El joven se hizo médico y, gracias al secreto de la Muerte, se volvió muy famoso. Sabía exactamente quién se iba a curar y quién no. La gente lo admiraba y le pagaba muy bien.

    Un día, el Rey del país enfermó gravemente. Llamaron al joven médico. Cuando entró en la habitación, vio a la Muerte parada a los pies de la cama del Rey. "Oh, no", pensó el médico. "El Rey va a morir". Pero luego pensó: "Si salvo al Rey, me dará muchas riquezas y quizás hasta la mano de la Princesa".
    Así que, muy astutamente, le pidió a los sirvientes que le dieran la vuelta a la cama del Rey. ¡Zas! De repente, la Muerte quedó a la cabecera. Rápidamente, el médico le dio al Rey la hierba mágica y el Rey se recuperó.

    La Muerte se enfadó muchísimo con su ahijado. Lo miró con ojos severos y le dijo: "¡Me has engañado! Esta vez te perdonaré porque eres mi ahijado. Pero si vuelves a hacerlo, te arrepentirás".

    Poco tiempo después, la Princesa, la hija del Rey, enfermó de gravedad. El Rey estaba desesperado y prometió que quien la curara se casaría con ella y heredaría el reino. El joven médico fue a verla. La Princesa era tan hermosa que el médico se enamoró al instante. Pero, ¡qué mala suerte! Vio a la Muerte parada a los pies de la cama de la Princesa.
    El médico estaba tan enamorado que no pudo resistirse. Olvidó la advertencia de su madrina y, con mucho cuidado, giró la cama de la Princesa. La Muerte quedó a la cabecera, y él le dio la hierba. La Princesa abrió los ojos y sonrió. ¡Estaba curada!

    Pero esta vez, la Muerte no perdonó. Se puso furiosa. Agarró al médico del brazo con fuerza y, sin decir palabra, lo arrastró a una cueva subterránea muy oscura. Dentro de la cueva había miles y miles de velas encendidas. Unas eran grandes y brillaban con fuerza, otras eran medianas, y muchas eran pequeñitas, con una llama que apenas parpadeaba, a punto de apagarse.
    "Mira", dijo la Muerte con voz fría. "Estas son las velas de la vida de todas las personas. Las grandes son de los que vivirán mucho tiempo. Las pequeñas, de los que tienen poco tiempo de vida".

    El médico, asustado, buscó su propia vela. La Muerte le señaló una vela muy, muy chiquitita, cuya llama temblaba y estaba a punto de extinguirse.
    "¡Oh, madrina!", suplicó el médico con lágrimas en los ojos. "¡Por favor, ten piedad! Toma mi vela y enciende una nueva con ella, una más grande, para que pueda vivir más tiempo y casarme con la Princesa".
    La Muerte lo miró fijamente. "Me engañaste dos veces", dijo. "No puedo crear una vida nueva de la nada. Solo puedo intentar pasar la llama de tu vela a una nueva antes de que se apague".
    La Muerte tomó la velita del médico y fingió que iba a pasar su pequeña llama a una vela nueva y grande que estaba cerca. El médico la miraba con esperanza. Pero justo cuando parecía que iba a hacerlo, la Muerte, como si se le resbalara "sin querer", dejó caer la velita del médico. La pequeña llama chisporroteó por un segundo y luego… se apagó por completo.
    En ese mismo instante, el joven médico cayó al suelo, sin vida.
    Y así fue como la Muerte le enseñó que nadie, ni siquiera su ahijado favorito, puede engañarla para siempre cuando llega la hora.

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