• La casita del bosque

    Cuentos de los Hermanos Grimm
    En una casita humilde, al borde de un bosque grande y un poco misterioso, vivía un leñador con su esposa y sus tres hijas. La vida no siempre era fácil, y un día, la madre pensó que sería bueno que sus hijas aprendieran a valerse por sí mismas.

    Así que llamó a la hija mayor. "Querida," le dijo, "ve al bosque a recoger fresas. Aquí tienes un pastelito rico y una botellita de jugo para el camino."

    La hija mayor tomó sus cosas y se adentró en el bosque. Caminó y caminó, hasta que vio una pequeña cabaña escondida entre los árboles. De la cabaña salió un hombrecito muy anciano, con una barba blanca que le llegaba casi hasta los pies.

    "¡Hola, jovencita!" dijo el anciano con voz temblorosa. "Estoy tan cansado y tengo tanta hambre. ¿Podrías compartir conmigo un trocito de tu pastel y un sorbito de tu jugo?"

    La hija mayor frunció el ceño. "¡Claro que no!" respondió. "Si te doy de mi pastel y mi jugo, no tendré suficiente para mí." Y siguió su camino, dejando al anciano solo. Pero, por más que buscó, no encontró ni una fresa y, al caer la noche, se perdió y no supo cómo volver a casa.

    Al día siguiente, como la mayor no regresaba, la madre llamó a la segunda hija. "Hija mía," le dijo, "ve al bosque a buscar a tu hermana y, de paso, recoge algunas frambuesas. Aquí tienes un pastelito y jugo."

    La segunda hija también se encontró con la cabaña y el anciano. Él le pidió lo mismo: un poco de comida y bebida.

    Pero la segunda hija fue igual de egoísta que la primera. "¡Ni pensarlo!" contestó. "Esto es para mí, no para compartir con extraños." Y se fue. Ella tampoco encontró a su hermana ni frambuesas, y también se perdió en la oscuridad del bosque.

    Finalmente, la madre, muy preocupada, llamó a la hija menor. Era una niña dulce y de buen corazón. "Pequeña," le dijo con tristeza, "tus hermanas no han vuelto. Ve a buscarlas, por favor. Lleva este pequeño pastel y esta poquita agua. Es todo lo que queda."

    La hija menor, aunque con un poco de miedo, se fue al bosque. Pronto llegó a la cabaña del anciano. Él, con la misma voz cansada, le pidió si podía compartir su comida.

    La niña lo miró con ternura. "¡Claro que sí, abuelito!" dijo. "No es mucho, pero lo compartiremos." Partió su pequeño pastel en dos y le ofreció la mitad, y también compartió su agua.

    El anciano sonrió agradecido. "Eres una niña muy amable," dijo. "Como ya es tarde, puedes pasar la noche aquí. Pero antes, ¿podrías ayudarme con algunas tareas? Necesito que barras la entrada de la casa, que sacudas las plumas de mi almohada y que recojas un poco de leña para el fuego."

    La niña, contenta de ayudar, se puso a trabajar. Cuando barrió la entrada, ¡qué sorpresa! Debajo de las hojas secas encontró un montón de monedas de oro brillante. Luego, al sacudir la almohada del anciano, ¡cayeron perlas y diamantes como si lloviera! Y cuando fue a recoger leña detrás de la cabaña, vio un cofre lleno de las joyas más hermosas que jamás había imaginado.

    "¡Todo esto es para ti," dijo el anciano con una sonrisa, "por tu buen corazón!"

    A la mañana siguiente, cuando la niña despertó, la cabaña se había transformado en un palacio maravilloso. ¡Y el anciano ya no era un anciano, sino un príncipe joven y apuesto! Resulta que una bruja lo había hechizado, y solo la bondad desinteresada de alguien podría romper el encantamiento.

    El príncipe, agradecido, le pidió a la niña que se casara con él. Ella, feliz, aceptó. Poco después, encontraron a las dos hermanas mayores, que vagaban tristes y hambrientas por el bosque. Aprendieron la lección y se alegraron mucho por la felicidad de su hermana pequeña. Y así, la niña que compartió su humilde comida vivió feliz para siempre en el gran palacio, recordando siempre que ser amable tiene su recompensa.

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