• La vieja mendiga

    Cuentos de los Hermanos Grimm
    En un reino rodeado de bosques verdes y montañas altas, vivía un rey al que le encantaba salir a cazar. No era un mal rey, pero a veces era un poquito orgulloso y no siempre pensaba en los demás.

    Un día, mientras cabalgaba por el bosque buscando ciervos, se encontró con una anciana muy, muy pobre. Estaba sentada al borde del camino, con ropas viejas y una mirada cansada. La anciana extendió su mano y le dijo con voz temblorosa: "Buen rey, ¿podrías darme una monedita para comprar un trozo de pan?"

    El rey, en lugar de sentir pena, frunció el ceño. "¡Una moneda! ¿Por qué debería darte algo? ¡Deberías trabajar, como todo el mundo!", le contestó con dureza, y siguió su camino sin mirar atrás.

    La ancianita lo miró fijamente mientras se alejaba y murmuró unas palabras que el viento llevó hasta los oídos del rey: "Ya que no tienes compasión, te convertirás en lo que desprecias. Serás como yo".

    El rey se rio. ¡Qué tontería! Pero al cabo de unos días, algo extraño empezó a suceder. Primero, sintió un dolor terrible en la espalda. Luego, su cabello se volvió blanco como la nieve y su piel se arrugó. Su ropa elegante pareció encogerse y volverse raída. ¡Se había transformado en un viejo mendigo, igualito a la anciana del bosque!

    Nadie en el palacio lo reconoció. Los guardias lo echaron pensando que era un pordiosero cualquiera. Así, el rey, que antes lo tenía todo, tuvo que empezar a pedir limosna para poder comer. Caminaba de pueblo en pueblo, con la espalda encorvada y la mano extendida.

    Un día, llegó a las puertas de su propio castillo. Vio a la reina en el jardín, regando las flores. Con mucha vergüenza, se acercó y le pidió algo de comer. La reina, aunque no lo reconoció, sintió una extraña tristeza al verlo. Le dio un trozo de pan y una moneda.

    El rey mendigo se sentó bajo un árbol y, mientras comía el pan, recordó las palabras de la anciana. Comprendió lo duro que era no tener nada y lo importante que era ser amable con todos. Aunque no volvió a ser el rey joven y apuesto de antes, aprendió una lección muy valiosa que nunca olvidó: la compasión es el tesoro más grande de un rey, y de cualquier persona. Y así, aunque seguía siendo un anciano, su corazón se volvió más joven y generoso.

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