• El diablo y su abuela

    Cuentos de los Hermanos Grimm
    Escuchen, escuchen bien esta historia que les voy a contar sobre tres soldados un poco traviesos. Estaban cansados de marchar y marchar bajo el solazo, y un día, ¡zas!, decidieron que ya era suficiente guerra para ellos. Se escondieron en un campo de trigo alto, tan alto que casi no se les veía.

    Mientras estaban allí, pensando qué hacer, apareció de repente un señor muy elegante vestido de rojo brillante, con una sonrisa un poco pícara. Era el mismísimo Diablo.
    "¡Hola, valientes!" dijo con voz melosa. "Si me sirven durante siete años, les daré tanto oro que no sabrán dónde guardarlo. Pero hay unas condiciones: durante esos siete años, no pueden lavarse, ni peinarse, ni cortarse las uñas, ni el pelo, y tampoco pueden rezar ni una palabrita. Si fallan en algo, ¡serán míos para siempre!"

    Los soldados, que no tenían mucho que perder y sí mucho que ganar, aceptaron el trato. ¡Siete años son muchos! Y vaya que sí, al cabo de un tiempo parecían más espantapájaros que personas. Olían un poquito mal, ¡pero aguantaron! Uno de ellos, el más joven y astuto, siempre estaba animando a los demás.

    Cuando pasaron los siete largos años, el Diablo apareció de nuevo, frotándose las manos. "Muy bien, mis sucios amigos," dijo con su sonrisa. "Para ser libres y llevarse el oro, deben adivinar qué cené anoche. Si no lo adivinan, ¡se vienen conmigo al inframundo!"

    Los dos soldados mayores se pusieron a temblar como flanes, ¡qué susto! Pero el soldado joven, el astuto, dijo: "No se preocupen, déjenmelo a mí. Iré a buscar la respuesta". Y se fue derechito, sin que nadie lo viera, a la casa de la abuela del Diablo. Sí, ¡el Diablo tiene una abuela!

    La abuela era una viejecita que, aunque familia del Diablo, tenía un corazón bastante bueno. Cuando el soldado le contó su aprieto, ella sintió un poquito de pena. "Pobre muchacho," pensó. "Ese nieto mío siempre haciendo de las suyas. Te ayudaré. Escóndete debajo de mi gran sillón, te haré tan pequeño como una hormiguita para que no te vea cuando venga".
    Y ¡puf! El soldado se hizo chiquitito, como una hormiga, y se escondió.

    Al rato llegó el Diablo, quejándose: "¡Abuela, abuela, qué hambre tengo! ¿Qué hay de cenar hoy?"
    La abuela, mientras le servía un plato humeante, le preguntó con curiosidad: "Y dime, nietecito querido, ¿qué cenaste anoche que te veo tan contento hoy?"
    El Diablo, sin sospechar nada, relamiéndose los labios, contestó: "¡Oh, abuela! Fue un banquete exquisito. Comí una pezuña de caballo asada, bien crujiente; una costilla de ballena del mar del norte, ¡qué sabor!; y para beber, usé un viejo diente hueco de gigante como copa. ¡Estaba delicioso!"

    La hormiguita-soldado, desde su escondite, escuchó todo con mucha atención y se aprendió el menú de memoria.
    Cuando el Diablo se fue a dormir la siesta, la abuela volvió al soldado a su tamaño normal. "¡Corre, corre y cuéntales a tus amigos antes de que mi nieto se despierte!", le dijo.
    El soldado le dio las gracias mil veces y corrió como el viento hasta donde estaban sus compañeros.

    Cuando el Diablo volvió a por los soldados, les preguntó con aire triunfante y una ceja levantada: "Y bien, ¿ya saben qué cené anoche?"
    El soldado joven dio un paso al frente, muy seguro, y dijo con voz clara: "Claro que sí. Cenaste una pezuña de caballo asada, una costilla de ballena y bebiste de un viejo diente hueco de gigante".

    El Diablo se quedó con la boca abierta y luego se puso rojo como un tomate de la rabia. ¡Habían acertado! "¡Grrr! ¡No es justo! ¡Está bien, son libres!", gruñó entre dientes. Y no tuvo más remedio que darles sacos y sacos llenos de monedas de oro brillante.

    Los tres soldados, ahora muy ricos y (¡por fin!) muy limpios después de un buen baño, vivieron felices para siempre, compartiendo su fortuna. Y el soldado joven y astuto siempre recordaba con una sonrisa a la amable abuela del Diablo, que le había salvado el pellejo.

    1893 Vistas