• El judío entre espinos

    Cuentos de los Hermanos Grimm
    Hace algún tiempo, vivía un muchacho muy trabajador llamado Pedro. Había servido fielmente a su amo durante tres largos años, pero cuando llegó el momento de recibir su paga, el amo, que era un poco tacaño, le dio solo tres pequeñas monedas de plata. ¡Qué poquito por tanto trabajo!

    Pedro, aunque un poco desilusionado, tomó sus monedas y se marchó. Mientras caminaba por el bosque, pensando en qué haría, se encontró con un hombrecillo de aspecto alegre que apareció de repente entre los árboles.

    "¿Por qué tan pensativo, joven?", preguntó el hombrecillo.
    Pedro le contó su historia.
    El hombrecillo sonrió y dijo: "Veo que eres un buen muchacho y honesto. Como tu amo no fue justo contigo, yo te ayudaré. Te concederé tres deseos. Pide lo que quieras."

    Pedro se rascó la cabeza y pensó. Luego dijo: "Bueno, quisiera una escopeta que nunca falle al disparar. También me gustaría un violín que, cuando lo toque, haga bailar a todo el que lo escuche, quiera o no. Y por último, que nadie pueda negarme algo que yo pida con amabilidad."
    "¡Concedido!", dijo el hombrecillo, y con un guiño, desapareció tan rápido como había llegado.

    Pedro, emocionado, vio un pájaro en una rama alta. Apuntó con su nueva escopeta, ¡bang!, y el pájaro cayó a sus pies. ¡Funcionaba!
    Más adelante, se encontró con un hombre de barba larga y ojos astutos, que era conocido en la comarca por ser bastante avaro. Este hombre se llamaba Simón.
    Simón vio el hermoso pájaro que Pedro llevaba y le dijo: "¡Qué pájaro tan bonito! Te daré mucho dinero por él."
    "No está en venta," respondió Pedro amablemente.
    Pero Simón, que era muy terco, intentó agarrar el pájaro.

    Entonces Pedro sacó su violín y empezó a tocar una melodía muy alegre. Al instante, los pies de Simón comenzaron a moverse solos. Bailaba y saltaba sin poder parar, y como Pedro seguía tocando y caminando, Simón bailó detrás de él hasta que se metió de lleno en un gran matorral lleno de espinas puntiagudas.
    "¡Ay, ay, detente, por favor!", gritaba Simón, mientras las espinas le rasgaban la ropa y le pinchaban la piel. "¡Te daré toda mi bolsa de oro si dejas de tocar!"
    Pedro, viendo que Simón había aprendido la lección, dejó de tocar. Simón, refunfuñando y dolorido, le entregó una pesada bolsa de oro. Pedro le dio las gracias y siguió su camino.

    Pero Simón era un hombre rencoroso y tramposo. Corrió a la ciudad y fue directo al juez.
    "¡Señor Juez!", exclamó. "¡Un muchacho malvado me ha atacado en el bosque y me ha robado mi bolsa de oro!"
    El juez, sin investigar mucho, envió a sus guardias a buscar a Pedro. Lo encontraron descansando bajo un árbol, contando sus nuevas monedas. Lo arrestaron y lo llevaron ante el juez.
    Pedro intentó explicar lo que realmente había pasado, pero Simón mentía tan bien que el juez le creyó a él. Así que, tristemente, Pedro fue condenado a ser castigado por ladrón.

    Cuando estaban a punto de cumplir la sentencia, Pedro dijo con calma: "Señor Juez, antes de que me castiguen, ¿podría concederme un último deseo? Solo quisiera tocar mi violín una vez más."
    Simón gritó: "¡No, no lo dejen! ¡Es una trampa!"
    Pero el juez, que en el fondo tenía un corazón curioso, dijo: "Bueno, un último deseo no se le niega a nadie. Toca, pero que sea rápido."

    Pedro sonrió, tomó su violín y comenzó a tocar la melodía más saltarina que conocía.
    ¡Y entonces empezó la diversión! El juez empezó a dar brincos en su silla. Los guardias soltaron sus lanzas y se pusieron a bailar como locos. Simón, a pesar de sus protestas, no pudo evitarlo y sus pies se movieron al compás, haciéndolo girar y saltar por toda la sala. Toda la gente que estaba allí mirando, ¡todos bailaban sin parar!
    "¡Para, para, por favor, para!", suplicaba el juez, ya sin aliento y mareado de tanto bailar.
    Pedro seguía tocando.
    Entonces Simón, agotado y tropezando, gritó: "¡Está bien, está bien! ¡Yo mentí! ¡El oro era suyo! ¡Él no me robó, yo se lo di porque me hizo bailar en las espinas!"

    En cuanto Simón confesó, Pedro dejó de tocar. Todos cayeron al suelo, cansados pero aliviados.
    El juez, muy enfadado con Simón por haberle mentido y haber hecho bailar a toda la corte, ordenó que lo castigaran a él por mentiroso.
    Pedro fue liberado inmediatamente. Recuperó su bolsa de oro, su escopeta y su violín mágico, y se fue del pueblo silbando una alegre melodía, listo para nuevas aventuras. Y Simón aprendió que no es bueno ser avaro ni mentiroso, ¡especialmente si hay un violín mágico cerca!

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