El Hermanito y la Hermanita
Cuentos de los Hermanos Grimm
En una casita al borde de un gran bosque, vivían un hermanito y una hermanita que se querían con todo el corazón. Desde que su mamá se había ido al cielo, su nueva madrastra no los trataba nada bien. Les daba poca comida y mucho trabajo, así que un día, el hermanito le dijo a su hermana:
—Hermanita, vámonos de aquí. No aguanto más.
—Sí, hermanito —respondió ella—, ¡escapemos al bosque!
Y así lo hicieron. Corrieron y corrieron hasta adentrarse en lo profundo del bosque. Pero la madrastra, que era un poco bruja, se dio cuenta y, muy enfadada, hechizó todos los arroyos y fuentes del bosque.
Después de tanto correr, el hermanito tenía mucha sed. Vieron un arroyo que susurraba:
—Quien beba de mí, en tigre se convertirá.
—¡No bebas, hermanito! —gritó la hermanita—. ¡Te convertirás en un tigre y me harás daño!
El hermanito, aunque sediento, le hizo caso.
Siguieron caminando y encontraron otro arroyo que decía:
—Quien beba de mí, en lobo se convertirá.
—¡Hermanito, por favor, no bebas! —suplicó la hermana—. ¡Te volverás un lobo y me comerás!
Él suspiró, pero obedeció.
Finalmente, llegaron a un tercer arroyuelo que canturreaba:
—Quien beba de mí, en ciervo se convertirá.
—¡Ay, hermanito, no bebas o serás un ciervo y te irás corriendo lejos de mí!
Pero el hermanito tenía tantísima sed que no pudo más. Se arrodilló y bebió un sorbito. ¡Puf! Al instante, se transformó en un pequeño y hermoso ciervo.
La hermanita lloró mucho al ver a su hermano convertido en ciervo.
—No te preocupes, ciervito mío —le dijo—, nunca te abandonaré.
Le quitó su liga de oro y se la puso al ciervo en el cuello. Luego, con juncos suaves, le hizo una correa y lo llevó más adentro del bosque.
Encontraron una cabaña vacía y decidieron quedarse allí. La hermanita recogía frutos y raíces para comer, y el ciervo pastaba la hierba fresca. Vivían tranquilos, aunque la hermanita extrañaba mucho a su hermano en forma de niño.
Un día, el rey de aquel país organizó una gran cacería en el bosque. El ciervo escuchó los cuernos y el ladrido de los perros y sintió muchas ganas de ir a ver.
—Ay, hermanita, déjame ir a la caza —pidió.
—Está bien —dijo ella con tristeza—, pero vuelve por la noche. Cuando llegues, diré: "Ciervito mío, entra ya", para saber que eres tú.
El ciervo salió saltando y los cazadores del rey lo vieron. Era tan bonito que intentaron atraparlo, pero era muy rápido. Al atardecer, volvió a la cabaña.
—Ciervito mío, entra ya —dijo la hermana, y él entró.
Al día siguiente, la caza continuó. El ciervo volvió a pedir permiso y la hermana aceptó, recordándole la señal. Otra vez, el rey y sus hombres lo persiguieron, pero no pudieron alcanzarlo. Por la noche, regresó.
Al tercer día, el rey dijo a sus cazadores:
—Seguid a ese ciervo todo el día, pero no le hagáis daño. Quiero saber dónde vive.
Uno de los cazadores hirió levemente al ciervo en una pata, así que no pudo correr tan rápido. El ciervo cojeaba hacia la cabaña, y un cazador lo siguió sin ser visto. Escuchó a la hermanita decir: "Ciervito mío, entra ya", y vio cómo el ciervo entraba.
El cazador fue a contárselo todo al rey.
—Mañana iremos a esa cabaña —dijo el rey.
Al día siguiente, el rey llegó a la cabaña y llamó:
—Ciervito mío, entra ya.
La hermanita abrió, pensando que era su hermano, ¡y se encontró con el rey! Él llevaba una corona de oro y era muy amable. La hermanita se asustó un poco, pero el rey, al verla tan hermosa y dulce, se enamoró al instante.
—¿Quieres venir conmigo a mi castillo y ser mi esposa? —le preguntó.
—Sí —respondió ella—, pero mi ciervito tiene que venir conmigo. No lo dejaré nunca.
—Claro que sí —dijo el rey—. Vivirá en el palacio y no le faltará de nada.
Así, la hermanita se casó con el rey y se convirtió en reina. El ciervo vivía feliz en los jardines del palacio, cuidado y querido por todos.
Pasó un tiempo y la reina tuvo un bebé precioso. La malvada madrastra se enteró de la felicidad de la hermanita y se llenó de envidia. Ella tenía una hija propia, que era fea y tenía un solo ojo. La madrastra pensó: "¡Mi hija debería ser la reina!".
Un día, la madrastra y su hija fueron al castillo. Con engaños, la madrastra hizo que la joven reina tomara un baño muy caliente, tanto que la reina se desmayó. Entonces, la encerró en un cuarto oscuro y puso a su propia hija fea en la cama de la reina, cubriéndola bien para que el rey no notara el cambio.
Pero cada noche, cuando todos dormían, la verdadera reina, convertida en un espíritu blanco, entraba en la habitación del bebé. Amamantaba a su hijo, acomodaba su cunita y acariciaba al ciervo, que dormía en un rincón. Luego, desaparecía.
La niñera del bebé vio esto varias noches y, asustada, se lo contó al rey.
El rey decidió quedarse despierto para ver qué sucedía. Esa noche, vio al espíritu de su esposa entrar, cuidar al bebé y al ciervo. Cuando el espíritu iba a irse, el rey saltó y la abrazó diciendo:
—¡No puedes ser otra que mi amada esposa!
En ese instante, por la fuerza de su amor, la reina volvió a la vida, sana y más hermosa que antes.
La reina le contó al rey toda la maldad de la madrastra y su hija. El rey, muy enfadado, ordenó que las llevaran ante él. La madrastra y su hija fueron juzgadas y enviadas muy, muy lejos, a un lugar donde no pudieran hacer más daño a nadie.
Y en el momento en que la madrastra fue castigada, ¡zas!, el ciervo se transformó de nuevo en el hermanito. El hechizo se había roto.
El hermanito y la hermanita se abrazaron llenos de alegría. Y desde ese día, vivieron todos juntos y felices en el castillo para siempre.
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