Hatajo de Pícaros
Cuentos de los Hermanos Grimm
En una granja llena de sol, vivían un gallo muy orgulloso de su cresta roja y una gallina muy lista que siempre tenía buenas ideas. Un día, el gallo le dijo a la gallina: "Gallinita, ¿qué te parece si nos vamos de viaje a la Montaña de las Nueces? ¡Dicen que es un lugar maravilloso!"
La gallina cacareó contenta: "¡Qué buena idea, Gallo! Pero, ¿cómo llegaremos?"
Así que, entre los dos, construyeron un pequeño carruaje. El gallo, fuerte y decidido, se puso delante para tirar, y la gallina se acomodó dentro, sintiéndose como una reina.
No habían avanzado mucho cuando se encontraron con un pato que chapoteaba en un charco. "¡Cuac, cuac! ¿A dónde vais tan elegantes?", preguntó el pato.
"¡A la Montaña de las Nueces!", respondió el gallo. "¿Te gustaría venir con nosotros?"
"¡Claro que sí!", dijo el pato, y de un salto se subió al carruaje.
Siguieron su camino y, un poco más adelante, vieron un alfiler y una aguja descansando al borde del sendero. Parecían un poco aburridos.
"¡Hola!", saludó la gallina. "Vamos a la Montaña de las Nueces. ¿Queréis uniros a la aventura?"
El alfiler y la aguja se miraron. "¡Nos encantaría!", exclamaron. "Estábamos esperando que pasara algo emocionante". Y con cuidado, para no pinchar a nadie, se acomodaron en el carruaje.
Al caer la tarde, el grupo de amigos llegó a una posada. El posadero, un hombre con una gran barriga y una sonrisa amable, les dio la bienvenida.
"¡Buenas noches, viajeros! ¿Qué desean?", preguntó.
"Queremos la mejor comida que tengas y una buena cama para descansar", dijo el gallo con aire importante.
El posadero les sirvió una cena deliciosa: migas de pan, semillas tostadas y agua fresca. Comieron y bebieron hasta que sus barriguitas estuvieron llenas y redondas. Luego, sin decir ni pío sobre pagar, se fueron a dormir. El gallo y la gallina se acurrucaron en un rincón, el pato encontró un barreño con agua, y el alfiler y la aguja se escondieron entre los pliegues de una cortina.
A la mañana siguiente, el posadero se levantó muy temprano para preparar el desayuno. Fue a lavarse la cara en el barreño y… ¡ZAS! El pato, que estaba medio dormido, le salpicó toda la cara y le dio un aletazo en la nariz.
"¡Ay, qué susto!", gritó el posadero.
Luego, fue a secarse con la toalla que estaba colgada cerca y… ¡AUCH! El alfiler, que se había escondido allí, le pinchó un dedo.
"¡Pero bueno!", exclamó el posadero, cada vez más molesto.
Decidió sentarse un momento en su silla favorita para calmarse y… ¡AY, AY, AY! La aguja, que se había metido en el cojín, le pinchó justo en el trasero.
El posadero saltó de la silla, adolorido y muy enfadado. En ese momento, el gallo, que estaba observando todo desde una viga alta junto a la gallina, cantó con todas sus fuerzas: "¡Kikirikí! ¡El que no paga, así se va de aquí!"
El posadero, confundido por los pinchazos, el chapuzón y el canto del gallo, no supo qué hacer. Mientras tanto, el gallo, la gallina, el pato, el alfiler y la aguja salieron corriendo de la posada y continuaron su viaje hacia la Montaña de las Nueces, riéndose de la aventura que acababan de vivir.
Desde ese día, el posadero aprendió a mirar muy bien quién entraba en su posada, ¡especialmente si eran un grupo de animales y objetos un poco traviesos!
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