Las Tres Plumas
Cuentos de los Hermanos Grimm
En un reino lleno de sol y flores, vivía un rey que ya estaba un poquito cansado. Tenía tres hijos. Dos se creían muy listos y siempre estaban presumiendo. El tercero, al que todos llamaban Simplón, era callado y soñador, y a veces un poco despistado.
Un día, el rey reunió a sus hijos y les dijo: "Ya estoy mayor, y quiero que el más capaz de ustedes herede mi reino. Pero, ¿cómo saberlo? ¡Ah, ya sé! El que me traiga la alfombra más fina y bonita del mundo, ese será el nuevo rey".
Para que no discutieran sobre qué camino tomar, el rey sopló tres plumas al aire. "Sigan la dirección que tome cada pluma", ordenó.
Una pluma voló hacia el este, y el hijo mayor corrió tras ella.
Otra pluma voló hacia el oeste, y el segundo hijo la siguió velozmente.
Pero la tercera pluma, la de Simplón, después de dar unas vueltecitas, ¡puf!, cayó suavemente justo delante de sus pies.
Sus hermanos se rieron a carcajadas. "¡Ja, ja, ja! ¡Simplón se queda aquí! ¿Qué alfombra maravillosa va a encontrar sin moverse del sitio?". Y se fueron, muy seguros de sí mismos.
Simplón se quedó mirando la pluma en el suelo. Estaba un poco triste, pero entonces vio que la pluma señalaba una pequeña puertecilla escondida entre la hierba, como una trampilla. Con curiosidad, la levantó. ¡Debajo había unas escaleras que bajaban a la oscuridad!
Con un poco de miedo, pero también con ganas de aventura, Simplón bajó y bajó. Al final de las escaleras, encontró una cueva iluminada por luciérnagas. Y en el centro, sentada en un pequeño trono de musgo, ¡había una rana muy grande y gorda, rodeada de muchas ranitas pequeñas!
"¿Qué buscas por aquí, muchacho?", croó la rana grande con una voz sorprendentemente amable.
Simplón, un poco asustado pero educado, le contó sobre la prueba de la alfombra.
La rana grande sonrió (o eso pareció) y dijo: "¡Croac, croac! ¡Qué casualidad! Justo tenemos alfombras. Ranitas mías, traigan la caja de los tesoros".
Las ranitas pequeñas trajeron una cajita decorada con conchas y piedrecitas brillantes. De adentro, sacaron una alfombra tan suave, tan colorida y tan bien tejida que parecía hecha con hilos de arcoíris y polvo de estrellas. ¡Era la alfombra más bonita que Simplón había visto jamás!
Agradecido, Simplón tomó la alfombra y subió de nuevo al jardín.
Mientras tanto, sus hermanos, pensando que eran muy listos, habían comprado las primeras telas que encontraron, unas bastante corrientes y un poco ásperas, creyendo que Simplón no traería nada.
Cuando los tres hijos se presentaron ante el rey, los dos mayores mostraron sus alfombras con orgullo. El rey las miró y asintió. Pero cuando Simplón extendió la suya, todos se quedaron con la boca abierta. ¡Era espectacular!
El rey, aunque sorprendido, dijo: "Bueno, esta alfombra es increíble. Pero para ser rey, también se necesita suerte y habilidad. Ahora, el que me traiga el anillo más hermoso, ese será el heredero".
Y de nuevo, sopló las tres plumas. Las de los hermanos listos volaron lejos, pero la de Simplón, ¡otra vez cayó justo delante de él, sobre la misma puertecilla!
Sus hermanos murmuraron: "¡Qué suerte tiene este Simplón!".
Simplón bajó de nuevo a la cueva de la rana.
"¡Croac! ¿Otra vez por aquí?", saludó la rana grande. "Supongo que ahora necesitas un anillo, ¿verdad?".
Simplón asintió.
"¡Ranitas, la cajita de las joyas!", ordenó la rana. Y de la caja sacaron un anillo de oro con una piedra preciosa que brillaba como el sol. ¡Era deslumbrante!
Simplón se lo agradeció muchísimo. Sus hermanos, mientras tanto, habían conseguido unos anillos de metal, un poco torcidos, en un mercado.
Cuando el rey vio los anillos, no tuvo dudas. El de Simplón era, de lejos, el más hermoso.
Pero el rey aún no estaba convencido del todo. "Mis queridos hijos", dijo, "la última prueba. El que traiga a la doncella más bella y buena para que sea su esposa y futura reina, ese gobernará mi reino".
Sopló las plumas por tercera vez. Y sí, ¡adivinaron! La pluma de Simplón volvió a caer sobre la puertecilla.
Sus hermanos ya no se reían tanto, más bien estaban un poco enfadados por la extraña suerte de Simplón. "¡A ver qué 'belleza' saca de ese agujero!", se burlaron.
Simplón bajó una vez más, un poco preocupado. ¿Cómo iba a encontrar una doncella allí abajo?
"¡Croac, croac, mi buen amigo!", dijo la rana. "Ya sabía yo que volverías. ¿Una doncella, dices? ¡Eso es un poquito más complicado, pero no imposible!".
La rana grande dio unas palmadas (con sus patitas palmeadas, claro) y las ranitas pequeñas trajeron un gran nabo amarillo que habían vaciado por dentro. Lo engancharon a seis ratoncitos blancos que parecían caballitos.
"Sube a la doncella aquí", dijo la rana, señalando el nabo-carruaje.
Simplón miró dentro del nabo y... ¡oh, sorpresa! Una de las ranitas pequeñas saltó dentro y, ¡zas!, se transformó en la princesa más hermosa que nadie podría imaginar, con un vestido brillante y una sonrisa dulce.
Simplón, maravillado, ayudó a la princesa a subir al carruaje de nabo. Los ratoncitos empezaron a tirar y subieron las escaleras.
Mientras tanto, sus hermanos, con prisas, habían convencido a las primeras campesinas que encontraron en el camino para que fueran con ellos, sin importar mucho si eran bellas o buenas.
Cuando llegaron al palacio, las campesinas de los hermanos mayores eran simpáticas, pero nada extraordinario. Entonces llegó Simplón con su extraño carruaje de nabo tirado por ratones. Todos se prepararon para reír, pero cuando la princesa bajó del nabo, un silencio de admiración llenó la sala. ¡Era tan bella y tenía un aire tan noble!
El rey, al verla, sonrió feliz. "¡No hay duda!", exclamó. "Simplón, tú has traído no solo los objetos más maravillosos, sino también a la doncella más encantadora. ¡Tú serás el próximo rey!".
Y así fue como Simplón, el que todos creían simple, se convirtió en un rey sabio y justo. Se casó con la hermosa princesa (que antes había sido rana) y vivieron felices para siempre, demostrando que la bondad y un poco de ayuda mágica pueden llevarte muy lejos. Y sus hermanos aprendieron que no hay que juzgar a nadie por las apariencias.
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