La Tía
Cuentos de Andersen
En una ciudad llena de parques y heladerías, vivía un niño llamado Mateo. Y Mateo tenía una tía, la tía Matilda.
La tía Matilda era… bueno, era especial. Siempre parecía tener una regla para todo. "Mateo, no corras por la casa." "Mateo, mastica con la boca cerrada." "Mateo, los codos fuera de la mesa." Su ceño fruncido era famoso en toda la familia.
Y lo más temido: ¡su libreta! No una libreta cualquiera, sino la "Libreta de Cosas-Que-No-Se-Deben-Hacer". Cada vez que Mateo hacía algo que a tía Matilda no le parecía bien, ella sacaba su pluma y, ¡zas!, lo anotaba con letra muy seria. Mateo imaginaba que esa libreta debía estar llenísima de su nombre.
Mateo intentaba ser un ángel. ¡De verdad que sí! Pero a veces, sus pies parecían tener vida propia y ¡pum!, tropezaba. O su voz salía un poquito más alta de lo "adecuado" cuando contaba algo emocionante. Y claro, la libreta de tía Matilda se hacía un poquito más gorda.
Un día, mientras tía Matilda no miraba, Mateo jugaba con una pelotita roja en el salón. La pelotita rebotó en la pared, luego en el sofá… y rebotó… ¡y CRASH! Un jarrón azul, muy bonito y muy antiguo, que estaba sobre una mesita, se hizo mil pedazos en el suelo.
Mateo se quedó helado. ¡El jarrón favorito de tía Matilda! Seguro que esta vez no solo lo anotaría en la libreta, ¡sino que usaría una página entera!
Tía Matilda entró en el salón. Vio los pedazos de jarrón. Vio a Mateo, pálido como un fantasma. Mateo cerró los ojos, esperando el regaño del siglo.
Pero… no pasó nada.
Abrió un ojito, luego el otro. Tía Matilda estaba mirando los pedazos, pero no estaba enfadada. ¡Estaba sonriendo un poquito! Una sonrisa muy suave, casi secreta.
"Ay, Mateo," dijo tía Matilda con voz tranquila. Se agachó junto a él. "¿Sabes? Cuando yo era niña, también rompí un jarrón. Era verde y tenía flores pintadas. Y muchas cosas más."
Fue a un cajón de su escritorio y sacó… ¡otra libreta! Una libreta vieja, con las tapas gastadas y amarillentas. La abrió.
"Esta era mi 'Libreta de Travesuras'," dijo, mostrándosela a Mateo. Las páginas estaban llenas de anotaciones con una letra redondita y un poco torpe. "Rompí el plato de la abuela. Me subí al tejado. Le puse sal al azucarero. ¡Y estaba llenísima!"
Mateo se quedó con la boca abierta. ¿Su tía, la de las reglas y la libreta seria, había sido traviesa? ¡Increíble!
Tía Matilda le guiñó un ojo. "Todos cometemos errores, Mateo. Así aprendemos. Lo importante es intentar hacerlo mejor la próxima vez."
Desde ese día, Mateo entendió que los mayores también fueron niños y que cometer errores es parte de crecer. Y tía Matilda, bueno, siguió siendo un poco estricta, pero su ceño fruncido ya no daba tanto miedo. A veces, cuando Mateo hacía alguna pequeña trastada, en lugar de sacar su libreta, le sonreía y le guiñaba un ojo, como si compartieran un divertido secreto. Y la "Libreta de Cosas-Que-No-Se-Deben-Hacer" ya no parecía tan importante.
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