• El estado de ánimo alegre

    Cuentos de Andersen
    Cuando el papá de un muchacho muy simpático se preparaba para su viaje más largo, uno del que nadie regresa, llamó a su hijo. "Hijo mío," le dijo con una sonrisa un poco cansada, "no tengo oro ni joyas para dejarte."

    El muchacho, que quería mucho a su papá, le contestó: "No te preocupes, papá. Estar contigo es suficiente."

    "Pero algo sí te dejo," continuó el padre. "Es lo más valioso que poseo: mi buen humor. Úsalo siempre, en cada momento, y verás que es la mejor herencia del mundo."

    Poco después, el papá se despidió para siempre. El muchacho se sintió triste, claro, pero recordó las palabras de su padre. "¿Un buen humor?", pensó. "Bueno, vamos a probarlo."

    Su casa era muy humilde, y a veces el viento frío se colaba por las rendijas. En lugar de tiritar y quejarse, el muchacho se frotaba las manos y decía: "¡Qué bien! Así aprecio más el calorcito de mi manta." Y se envolvía en ella como si fuera el abrazo más suave.

    Cuando la comida era poca, quizás solo un trozo de pan y un poco de queso, él sonreía y exclamaba: "¡Delicioso! Justo lo necesario para tener energía." Y comía despacio, saboreando cada migaja como si fuera un festín.

    Si llovía y no podía salir a jugar, miraba por la ventana las gotas caer y pensaba: "¡Perfecto! Un día ideal para leer mis cuentos o dibujar mundos fantásticos." Y así, la lluvia se convertía en su compañera de aventuras imaginarias.

    Un día, mientras caminaba, vio una pequeña flor silvestre creciendo entre dos piedras. Otros la hubieran llamado maleza, pero él se agachó y dijo: "¡Qué valiente eres, florecita, creciendo tan bonita en un lugar tan difícil!"

    La gente del pueblo empezó a notar que este muchacho siempre estaba contento. No es que no tuviera problemas, ¡claro que los tenía! Pero su buen humor era como un paraguas mágico que lo protegía de la tristeza. Si alguien estaba enfadado, él le contaba algo divertido. Si alguien estaba desanimado, él le recordaba alguna pequeña alegría.

    Pronto, todos querían estar cerca de él. Su risa era como música y su optimismo se contagiaba. Descubrió que su padre tenía razón: el buen humor era un tesoro. No se podía comprar con dinero, pero hacía la vida mucho más rica y brillante.

    Y así, el muchacho vivió muchos años, compartiendo su alegría y demostrando que la mejor fortuna que uno puede tener es un corazón contento, capaz de encontrar lo bueno en cada pequeño rincón de la vida.

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