El yesquero
Cuentos de Andersen
Marchando, marchando por un largo camino, un soldado regresaba de la guerra. No le quedaba mucho dinero, pero sí una mochila vacía y un corazón valiente. De pronto, en medio del sendero, se encontró con una viejecita muy extraña, con una barbilla que casi le tocaba las rodillas.
"¡Buen día, soldado!" dijo la viejecita. "¡Qué espada tan brillante llevas y qué mochila tan grande! ¿Te gustaría llenarla de monedas?"
El soldado, un poco sorprendido, preguntó: "¿Y cómo podría ser eso, abuelita?"
"¡Fácil!" respondió ella, señalando un árbol hueco al lado del camino. "Sube a ese árbol. Verás un agujero por el que puedes bajar. Te ataré una cuerda a la cintura para que puedas volver a subir. Abajo hay tres puertas. Detrás de la primera, encontrarás un perro con ojos grandes como platos, sentado sobre un cofre lleno de monedas de cobre. Detrás de la segunda, otro perro con ojos brillantes como lunas, cuidando un cofre de monedas de plata. Y detrás de la tercera, un perro con ojos enormes como soles, ¡custodiando un tesoro de monedas de oro! Puedes tomar todas las que quieras. A cambio, solo te pido una cosita que mi abuela olvidó allí abajo: un viejo yesquero de chispa."
Al soldado le pareció un buen trato. La viejecita le ató la cuerda y él se deslizó por el hueco del árbol.
Tal como ella dijo, encontró la primera puerta. Al abrirla, ¡zas!, allí estaba el perro con ojos como platos, mirándolo fijamente. Pero el soldado recordó lo que la vieja le había dicho: "Extiende mi delantal azul de cuadros en el suelo, pon al perro encima, y no te hará nada". Así lo hizo, y el perro se sentó tranquilamente mientras el soldado llenaba sus bolsillos de monedas de cobre.
Luego fue a la segunda puerta. ¡Otro perro, este con ojos como lunas! Hizo lo mismo con el delantal, y llenó su mochila de monedas de plata.
Finalmente, abrió la tercera puerta. ¡Caramba! El perro de allí tenía ojos que brillaban como dos soles enormes. Pero, una vez más, el delantal mágico funcionó, y el soldado cambió todas sus monedas de cobre y plata por las relucientes monedas de oro, llenando sus bolsillos, su mochila y hasta su gorra.
"¡Ya puedes subirme!" gritó el soldado. Cuando estuvo arriba, con todo su tesoro, le preguntó a la vieja: "¿Y para qué quieres ese yesquero?"
"¡Eso no te importa!" contestó ella con voz chillona. "¡Tú ya tienes tu dinero, dame el yesquero!"
Al soldado no le gustó su tono. "Si no me lo dices, no te lo doy," dijo él. Como la vieja se negó, el soldado, que era un poco pícaro, pensó: "Bueno, si es tan importante para ella, seguro que es mágico". Así que se guardó el yesquero, le dio las gracias a la viejecita por el tesoro y siguió su camino, dejándola plantada junto al árbol.
Con tanto oro, el soldado se fue a la ciudad más grande y se alojó en la mejor posada. Compró ropa elegante, comió los manjares más ricos y se hizo de muchos amigos... o eso creía él, porque cuando el dinero empezó a escasear, los "amigos" desaparecieron.
Pronto, el soldado se quedó sin una moneda. Tuvo que mudarse de su lujosa habitación a un pequeño y oscuro desván. Una noche, sin ni siquiera una vela para alumbrarse, recordó el viejo yesquero. "Quizás pueda sacar una chispita para encender algo", pensó.
Sacó el yesquero y lo golpeó una vez. ¡Fiuuu! De repente, apareció ante él el perro con ojos grandes como platos.
"¿Qué desea mi amo?" ladró el perro.
"¡Vaya!" exclamó el soldado. "¡Tráeme algunas monedas de cobre!" Y al instante, el perro desapareció y regresó con una bolsa llena.
El soldado, emocionado, golpeó el yesquero dos veces. ¡Fiuuu, fiuuu! Apareció el perro con ojos brillantes como lunas.
"¿Qué desea mi amo?"
"¡Monedas de plata, por favor!" Y el perro se las trajo.
Entonces, golpeó el yesquero tres veces. ¡Fiuuu, fiuuu, fiuuu! El perro con ojos enormes como soles estaba allí.
"¿Qué desea mi amo?"
"¡Oro, mucho oro!" Y el perro le trajo montañas de oro.
¡El soldado volvía a ser rico! Se mudó de nuevo a la mejor posada y todos sus antiguos "amigos" regresaron.
Un día, oyó hablar de la princesa del reino. Decían que era la más hermosa del mundo, pero vivía encerrada en un castillo de cobre porque una profecía había dicho que se casaría con un simple soldado. ¡Nadie podía verla!
"¡Me gustaría tanto verla!" pensó el soldado. Recordó a sus perros mágicos. Esa noche, golpeó el yesquero una vez.
"¿Qué desea mi amo?" preguntó el perro de los ojos como platos.
"Sé que eres muy rápido," dijo el soldado. "Tráeme a la princesa. Solo quiero verla un momento."
En un abrir y cerrar de ojos, el perro regresó con la princesa dormida sobre su lomo. Era tan hermosa que el soldado no pudo resistirse y le dio un besito. Luego, el perro la llevó de vuelta al castillo.
A la mañana siguiente, la princesa contó a sus padres que había tenido un sueño muy extraño en el que un perro la llevaba volando y un soldado la besaba. La reina, que era muy astuta, decidió poner a una dama de compañía a vigilar la habitación de la princesa la noche siguiente.
El soldado, ansioso por ver de nuevo a la princesa, volvió a llamar al perro. La dama de compañía vio cómo el perro se llevaba a la princesa y los siguió sigilosamente. Cuando vio la casa donde entraba el perro, marcó la puerta con una gran X de tiza blanca. "¡Así sabremos dónde vive!", pensó.
Pero el perro, que era más listo que el hambre, vio la marca. Cogió un trozo de tiza y ¡marcó con una X todas las puertas de la calle! A la mañana siguiente, cuando el rey y la reina fueron a buscar la casa, ¡todas las puertas tenían una X! No supieron cuál era.
La reina no se dio por vencida. La noche siguiente, cosió una bolsita llena de harina muy fina y le hizo un pequeño agujero. Se la ató a la espalda a la princesa. Así, la harina iría cayendo y marcaría el camino.
El perro no se dio cuenta esta vez. Llevó a la princesa al soldado, y la harina dejó un rastro clarísimo hasta su puerta.
A la mañana siguiente, los guardias del rey siguieron el rastro de harina y ¡zas!, atraparon al soldado. Lo metieron en la cárcel y le dijeron que al día siguiente lo iban a ahorcar por haber raptado a la princesa.
El soldado estaba muy triste en su celda. No tenía su yesquero. Miró por la ventana y vio a un zapaterillo que pasaba por la calle.
"¡Eh, muchacho!" le gritó. "¿Quieres ganarte unas monedas? Ve a mi antigua posada y tráeme mi viejo yesquero. ¡Te daré cuatro monedas de oro!"
Al zapaterillo le brillaron los ojos y salió corriendo. Volvió enseguida con el yesquero.
Al día siguiente, llevaron al soldado a la plaza para la ejecución. El rey y la reina estaban allí, y toda la ciudad había acudido a ver. Cuando el verdugo iba a ponerle la soga al cuello, el soldado dijo:
"Majestad, antes de morir, ¿me concedería un último deseo? Me gustaría fumar una última pipa."
El rey, aunque enfadado, pensó que era una petición razonable y asintió.
El soldado sacó su yesquero. Lo golpeó una vez. ¡Fiuuu! Apareció el perro con ojos como platos.
Lo golpeó dos veces. ¡Fiuuu, fiuuu! Apareció el perro con ojos como lunas.
Lo golpeó tres veces. ¡Fiuuu, fiuuu, fiuuu! Apareció el perro con ojos como soles.
"¡Salvadme!" gritó el soldado.
Los tres enormes perros se lanzaron sobre los jueces y los consejeros del rey, los agarraron por la ropa y los lanzaron por los aires tan alto que al caer se hicieron mil pedazos (bueno, no tanto, pero sí se llevaron un buen susto y salieron corriendo). El rey y la reina también se asustaron muchísimo.
La gente del pueblo, al ver el poder del soldado y lo asustados que estaban sus gobernantes, gritaron: "¡Este soldado valiente debería ser nuestro rey y casarse con la princesa!"
Y así fue. El soldado se casó con la hermosa princesa. Los tres perros mágicos tuvieron un lugar de honor en el banquete de bodas, sentados a la mesa, y comieron con grandes ojos brillantes de alegría. Y todos vivieron felices y comieron perdices, ¡especialmente los perros, que preferían los huesos grandes!
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