El toque de oro del rey Midas
Mitología griega
En un reino brillante y soleado, donde las flores olían a miel y los pájaros cantaban melodías alegres, vivía un rey llamado Midas. Este rey tenía una pasión secreta, bueno, no tan secreta: ¡amaba el oro! Soñaba con oro, contaba monedas de oro antes de dormir y deseaba tener más y más oro.
Un día, un viejecito divertido con una corona de hojas de parra, llamado Sileno, que era amigo del dios Dionisio, se perdió en el jardín del rey. Midas lo encontró, lo trató con mucha amabilidad y le ofreció comida y descanso. Sileno estuvo tan contento que, cuando Dionisio vino a buscarlo, le contó lo bien que Midas lo había tratado.
Dionisio, agradecido, le dijo al rey Midas: "Por tu amabilidad, te concederé un deseo. ¡Pide lo que quieras!"
Midas, sin pensarlo dos veces (¡porque solo pensaba en oro!), exclamó: "¡Oh, gran Dionisio! Deseo que todo lo que toque se convierta en oro puro".
Dionisio sonrió un poco triste, porque sabía que no era un buen deseo, pero cumplió su palabra. "Así será", dijo, y desapareció.
¡Qué emoción sintió Midas! Corrió por su palacio. Tocó una rosa en el jardín, ¡puf!, se convirtió en una rosa de oro. Tocó una manzana en un árbol, ¡zas!, una manzana de oro. ¡Incluso su silla favorita se volvió de oro macizo cuando se sentó! "¡Soy el rey más rico del mundo!", gritaba feliz, bailando entre sus nuevos tesoros dorados.
Pero pronto, al rey le entró hambre. Tomó un delicioso panecillo para comerlo, pero en cuanto sus dedos lo rozaron, ¡crac!, se convirtió en una dura pieza de oro. Intentó beber un vaso de agua fresca, pero ¡glup!, el agua se transformó en oro líquido que no podía tragar. "¡Oh, no!", pensó Midas, empezando a preocuparse un poquito.
Lo peor vino cuando su pequeña hija, a quien amaba más que a todo el oro (aunque a veces se le olvidaba), corrió a abrazarlo para darle los buenos días. En el momento en que Midas la abrazó, ¡su dulce niña se transformó en una estatua de oro brillante y fría!
El corazón de Midas se rompió en mil pedazos. El oro ya no le parecía tan maravilloso. Lloró y lloró, abrazando la estatua dorada de su hija. "¡Este don es una maldición!", gritó.
Corrió desesperado a buscar a Dionisio. Lo encontró y, arrodillándose, suplicó: "¡Por favor, por favor, gran Dionisio! ¡Quítame este don terrible! Ya no quiero más oro. ¡Quiero a mi hija, quiero poder comer y beber! ¡He aprendido mi lección!"
Dionisio, viendo el arrepentimiento sincero de Midas, sintió compasión. Le dijo: "Ve al río Pactolo y lávate las manos y la cabeza en sus aguas. El don dorado se irá contigo y se quedará en el río".
Midas no perdió ni un segundo. Corrió al río Pactolo tan rápido como pudo y se sumergió en sus aguas. Cuando salió, con miedo, tocó una pequeña piedra en la orilla y… ¡seguía siendo una piedra! ¡El don se había ido! Desde ese día, dicen que el río Pactolo tiene arenas doradas, porque allí se quedó el toque de Midas.
Corrió de vuelta al palacio y, con el corazón en un puño, tocó suavemente la estatua de su hija. ¡Milagro! Su niña volvió a ser de carne y hueso, cálida y sonriente, y lo abrazó con fuerza.
El rey Midas aprendió una gran lección ese día: hay cosas mucho más valiosas que todo el oro del mundo, como un abrazo de su hija, una manzana jugosa o un vaso de agua fresca. Y desde entonces, apreció las cosas sencillas de la vida y compartió su verdadera riqueza, la del amor y la alegría, con todo su reino.
1131 Vistas