El mito de la creación de Izanagi e Izanami
Mitología japonesa
En el mismísimo comienzo de todo, cuando el cielo y la tierra todavía no estaban bien separados, y todo era como una sopa espesa y blandita, aparecieron dos seres muy especiales. Se llamaban Izanagi, que era un muchacho, e Izanami, que era una muchacha.
Estaban de pie sobre un puente flotante que colgaba entre el cielo y ese mar de nubes. Los dioses más antiguos les dieron una lanza muy bonita, decorada con joyas, y les dijeron: "¡Vayan y hagan que la tierra sea firme!".
Izanagi tomó la lanza, la hundió en la sopa de nubes y la agitó con fuerza. ¡Chúi, chúi, chúi! Cuando la sacó, de la punta cayeron unas gotas espesas y saladas. ¡Plop! Esas gotas se juntaron y formaron la primera isla, a la que llamaron Onogoro.
¡Qué contentos se pusieron! Bajaron a la isla y decidieron construir una casa y una columna muy alta en el centro. "Vamos a dar una vuelta alrededor de esta columna y, cuando nos encontremos, crearemos más islas y seres", dijeron.
Así lo hicieron. Izanami caminó hacia la derecha y Izanagi hacia la izquierda. Cuando se encontraron, Izanami exclamó primero: "¡Oh, qué muchacho tan apuesto!". Después, Izanagi dijo: "¡Oh, qué muchacha tan hermosa!".
Tuvieron un hijo, pero ¡ay! Nació un poco blandito y sin huesos, como una medusa. Lo llamaron Hiruko. No estaban contentos, así que lo pusieron en una barquita de juncos y lo dejaron irse por el mar.
Fueron a preguntar a los dioses mayores qué había salido mal. "Fue porque la mujer habló primero", les explicaron. "Intentadlo de nuevo, y que el hombre hable primero esta vez".
Volvieron a la isla Onogoro y repitieron el paseo alrededor de la columna. Esta vez, cuando se encontraron, Izanagi dijo primero: "¡Oh, qué muchacha tan hermosa!". Y luego Izanami respondió: "¡Oh, qué muchacho tan apuesto!".
¡Y funcionó! Empezaron a tener muchos hijos: primero las islas de Japón, una tras otra, ¡qué bonitas eran! Luego tuvieron dioses del viento, de las montañas, de los árboles, de los ríos... ¡un montón!
Todo iba de maravilla hasta que Izanami dio a luz al dios del fuego, Kagutsuchi. ¡Pobre Izanami! El fuego la quemó tanto al nacer su hijo que se puso muy enferma y, tristemente, se murió.
Izanagi lloró muchísimo. Estaba tan triste que decidió ir a buscarla al País de la Oscuridad, llamado Yomi, donde van los muertos. Viajó y viajó hasta que llegó a una puerta oscura.
"¡Izanami, mi amor!", llamó.
Desde dentro, una voz débil respondió: "¡Oh, Izanagi, qué alegría que hayas venido! Pero es demasiado tarde. Ya he comido la comida de Yomi y no puedo volver. Espera un momento, voy a pedir permiso para ver si hay alguna manera. Pero, por favor, ¡no intentes verme!".
Izanagi esperó, pero se puso muy impaciente. Quería ver a Izanami ya. Así que rompió un diente de su peine, lo encendió como una pequeña antorcha y entró.
¡Qué espanto! Lo que vio no era la Izanami hermosa que recordaba. Su cuerpo estaba oscuro y descompuesto, y seres horribles la rodeaban.
"¡Me has desobedecido y me has avergonzado!", gritó Izanami, furiosa. Y envió a las terribles mujeres de Yomi a perseguir a Izanagi.
Izanagi corrió tan rápido como pudo. Primero, se quitó la enredadera que llevaba en el pelo y la tiró. ¡Se convirtió en un montón de uvas silvestres! Las mujeres se pararon a comerlas.
Luego, tiró su peine, que se convirtió en brotes de bambú. Las mujeres también se detuvieron a comerlos.
Pero seguían persiguiéndolo. Finalmente, Izanagi llegó a la salida de Yomi. Allí vio tres melocotones, los cogió y se los lanzó a sus perseguidoras. ¡Los melocotones son mágicos y las asustaron!
Rápidamente, Izanagi encontró una roca enorme y con todas sus fuerzas, ¡zas!, tapó la entrada de Yomi, separando el mundo de los vivos del mundo de los muertos.
Desde el otro lado de la roca, Izanami gritó enfadada: "¡Por lo que has hecho, cada día mataré a mil personas de tu mundo!".
Izanagi, muy triste pero firme, respondió: "¡Pues yo haré que cada día nazcan mil quinientas personas!".
Y así es como empezó la vida y la muerte en el mundo.
Izanagi se sentía muy sucio por haber estado en Yomi. Fue a un río a lavarse.
Cuando se lavó el ojo izquierdo, ¡plaf!, nació Amaterasu, la brillante diosa del Sol.
Cuando se lavó el ojo derecho, ¡plaf!, nació Tsukuyomi, el tranquilo dios de la Luna.
Y cuando se lavó la nariz, ¡achís!, nació Susanoo, el travieso dios de las tormentas y el mar.
Estos tres hijos se convirtieron en dioses muy importantes, y así, poco a poco, el mundo se fue llenando de vida, luz y muchas aventuras.
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