El lobo y el perro
Fábulas de Esopo
Una noche, cuando la luna redonda y brillante iluminaba el bosque, un lobo muy flaco caminaba buscando algo de comer. Su estómago rugía como un trueno chiquito. Hacía días que no probaba un bocado decente y se sentía débil y triste.
De repente, entre los árboles, vio a un perro. ¡Pero qué perro! Era grande, gordito y su pelo brillaba tanto que parecía que le habían echado purpurina. El perro caminaba contento, moviendo la cola de un lado a otro.
"¡Amigo perro!", dijo el lobo con la boca abierta, acercándose con cuidado. "¡Qué bien te ves! Estás fuerte y reluciente. ¿Cuál es tu secreto para estar tan lustroso y feliz?"
El perro, que se llamaba Sultán, sonrió (a su manera perruna) y movió la cola aún más rápido. "¡Hola, amigo lobo! No hay ningún secreto. Vivo con unos humanos muy amables. Me dan comida deliciosa todos los días: trocitos de carne, pan con leche... ¡y hasta huesos para roer! Nunca paso hambre."
Al lobo se le hizo agua la boca solo de escucharlo. "¡Suena increíble!", exclamó. "¿Y qué tienes que hacer a cambio de tanta maravilla?"
"Casi nada", respondió Sultán, orgulloso. "Les hago compañía, juego con los niños de la casa, y a veces ladro un poco si se acerca un desconocido para avisarles. A cambio, tengo una cama calentita dentro de la casa y, como te dije, ¡comida de sobra!"
El lobo pensó: "¡Qué vida tan fácil! ¡Adiós, estómago vacío! ¡Adiós, noches frías!" Ya se imaginaba durmiendo en una cama suave y comiendo platos llenos.
"Si quieres, puedes venir conmigo", ofreció Sultán amablemente. "Seguro que mis humanos te aceptan. Siempre dicen que otro guardián sería útil."
El lobo estaba a punto de decir que sí con mucha alegría, cuando notó algo raro en el cuello de Sultán. Era una zona donde el pelo estaba un poco gastado, como una marca. "¿Qué es eso que tienes en el cuello?", preguntó con curiosidad.
Sultán se encogió de hombros, como si no fuera importante. "Ah, eso no es nada. Es solo la marca de la correa. A veces me la ponen para que no me vaya muy lejos cuando salimos a pasear, o para que esté tranquilo en casa."
"¿La correa?", repitió el lobo, y sus orejas, que estaban levantadas de emoción, se bajaron un poquito. "¿Quieres decir que te atan?"
"Bueno, sí, a veces", admitió Sultán. "Pero no es tan malo. ¡Tengo comida y cariño! ¿Qué importa un poquito de correa?"
El lobo se quedó pensando un momento. Miró a Sultán, tan bien alimentado y contento con su vida. Luego miró el bosque oscuro y libre a su alrededor, donde podía correr donde quisiera y cuando quisiera.
"Amigo Sultán", dijo finalmente el lobo, con voz seria pero amable. "Tu vida suena muy cómoda, y te agradezco la invitación. Pero esa marca en tu cuello... no me gusta. Prefiero correr libre por el bosque, aunque a veces tenga mucha hambre, que tener toda la comida del mundo y estar atado."
Y sin decir más, el lobo dio media vuelta y se adentró de nuevo en la oscuridad del bosque, valorando su libertad por encima de cualquier banquete. Sultán lo vio alejarse, movió la cola un poco menos contento y luego trotó de regreso a su cálida casa.
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