El Pescador y su Mujer
Cuentos de los Hermanos Grimm
Cerca de donde las olas del mar hacen "splash" en la arena, vivía un pescador muy bueno llamado Pedro con su esposa, Isabel. Su casa no era una casa grande y bonita, ¡qué va! Era una choza tan chiquitita y vieja que parecía una lata de sardinas un poco oxidada.
Un día, Pedro estaba pescando como siempre, esperando que algún pececito picara. De repente, ¡tira de la caña y saca un pez enorme y brillante como el arcoíris! Pero, ¡sorpresa! El pez le habló:
—¡Ay, buen pescador! Por favor, déjame vivir. No soy un pez cualquiera, soy un príncipe encantado. Si me devuelves al mar, te estaré muy agradecido.
Pedro, que tenía un corazón más grande que su red de pescar, se asustó un poquito pero le dio pena el pez.
—Claro que sí, señor pez príncipe —dijo, y con cuidado lo devolvió a las olas.
Cuando Pedro llegó a su choza-lata-de-sardinas y le contó a Isabel lo que había pasado, ella se puso roja como un tomate.
—¡Pero qué tonto eres, Pedro! —gritó—. ¡Un pez mágico! ¿Y no le pediste nada? ¡Nada de nada! ¡Vuelve ahora mismo y dile que queremos una casita bonita, con jardín y flores! ¡Ya estoy harta de esta pocilga!
Pedro no quería, pero Isabel insistió tanto que allá fue. Se paró en la orilla y llamó:
—Pez mágico, pez del mar, escucha lo que mi esposa quiere mandar.
El pez asomó la cabeza. El agua estaba un poco más verde que antes.
—¿Qué quiere tu esposa? —preguntó el pez.
—Pues… quiere una casita bonita —dijo Pedro con vergüenza.
—Ve a casa, ya la tiene —respondió el pez, y desapareció.
Pedro volvió y, ¡tachán! En lugar de la choza vieja, había una casita preciosa con un jardín lleno de margaritas. Isabel estaba feliz, ¡pero solo por unos días!
Pronto, Isabel dijo:
—Pedro, esta casa es muy pequeña. ¡Quiero un castillo de piedra, con torres altas y sirvientes!
Pedro suspiró. No le gustaba molestar al pez, pero Isabel se enfadaba mucho. Así que fue otra vez al mar, que ahora estaba más oscuro y con olas más grandes.
—Pez mágico, pez del mar, escucha lo que mi esposa quiere mandar.
—¿Y ahora qué quiere? —preguntó el pez, con voz un poco cansada.
—Quiere… un castillo de piedra.
—Ve a casa, ya lo tiene.
Y sí, allí estaba un castillo enorme. Isabel estaba en un trono, vestida con ropas elegantes.
Pero Isabel quería más.
—¡Pedro! —ordenó—. ¡Quiero ser Reina de todo este país! ¡Ve a decirle al pez!
Pedro fue temblando. El mar estaba gris y furioso, las olas chocaban con fuerza.
—Pez mágico, pez del mar, escucha lo que mi esposa quiere mandar.
La voz del pez sonó más grave:
—¿Qué más quiere?
—Quiere… ser Reina.
—Ve a casa, ya lo es.
Isabel era Reina, con corona y todo.
Poco después:
—¡Pedro! ¡Ser Reina no es suficiente! ¡Quiero ser Emperatriz, más poderosa que todos los reyes!
El pobre Pedro casi lloraba. El mar estaba negro como la noche, con una tormenta que daba miedo. Los truenos retumbaban.
—Pez mágico… pez del mar… escucha… lo que mi esposa… quiere mandar.
El pez apareció entre las olas gigantes, casi sin aliento.
—¿Todavía más?
—Quiere… ser Emperatriz.
—Ve a casa.
Isabel era Emperatriz, con un palacio aún más grande.
Pero ni así estaba contenta.
—¡Pedro! ¡Quiero ser como el Papa, que todos me obedezcan y me besen los pies!
Pedro no podía más. La tormenta era terrible, el viento soplaba con furia. Apenas podía mantenerse en pie.
—¡Pez mágico! ¡Pez del mar! ¡Escucha lo que mi esposa quiere mandar!
El pez, con voz muy triste, preguntó:
—¿Qué locura quiere ahora?
—Quiere… ser como el Papa.
—Ve a casa —suspiró el pez.
Y allí estaba Isabel, en una iglesia gigante, vestida como el Papa.
Pero al día siguiente, Isabel despertó y vio el sol salir.
—¡Pedro! —gritó—. ¡No puedo soportar que el sol y la luna salgan sin mi permiso! ¡Quiero ser como Dios y mandar al sol y a la luna! ¡Ve a decirle al pez!
Pedro estaba aterrado. El cielo era una mezcla de fuego y oscuridad. Las olas eran montañas que se estrellaban. No se veía nada más que caos.
Gritó con todas sus fuerzas:
—¡PEZ MÁGICO! ¡PEZ DEL MAR! ¡ESCUCHA LO QUE MI ESPOSA QUIERE MANDAR!
El pez apareció, con los ojos llenos de pena.
—¿Y qué es lo que quiere ahora?
—Ella… ella quiere… ¡ser como Dios! —balbuceó Pedro.
El pez lo miró un largo rato y luego dijo, muy bajito:
—Vuelve a tu casa.
Pedro volvió, temblando de frío y miedo. Y allí, donde antes estaban los palacios y las iglesias, encontró de nuevo su vieja choza, la que parecía una lata de sardinas oxidada. Isabel estaba sentada en el suelo, con su ropa vieja, mirando el mar tranquilo que ahora brillaba bajo el sol.
Y así se quedaron, porque a veces, cuando uno quiere demasiado, demasiado, demasiado, puede terminar perdiéndolo todo.
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