Los tres hombrecitos del bosque
Cuentos de los Hermanos Grimm
Imagina un invierno muy, muy frío, con tanta nieve que parecía que el mundo entero era un algodón de azúcar gigante, pero helado. En una casita al borde del bosque vivía una niña muy dulce llamada Ana, con su madrastra y su hermanastra, Bruna.
La madrastra no quería nada a Ana y siempre le daba los peores trabajos. Un día, con todo el suelo cubierto de nieve, le dijo con voz áspera:
—¡Ve al bosque y tráeme una cesta llena de fresas! Y no vuelvas sin ellas.
Ana, aunque sabía que era imposible encontrar fresas en invierno, obedeció. Se puso su abrigo más delgado, tomó un pedacito de pan duro que era todo su almuerzo, y se fue al bosque.
Mientras caminaba tiritando de frío, vio una pequeña cabaña escondida entre los árboles. De la chimenea salía un hilito de humo. Ana se acercó y llamó suavemente a la puerta.
—Toc, toc.
La puerta se abrió y aparecieron tres hombrecillos muy pequeños, con barbas blancas y gorros rojos.
—Hola —dijo Ana con una vocecita—. ¿Podría calentarme un poquito junto a su fuego? Tengo mucho frío.
Los hombrecillos sonrieron.
—Claro que sí, niña buena. Pasa, pasa. ¿Y qué llevas ahí para comer?
—Solo este trocito de pan —respondió Ana—, pero si quieren, podemos compartirlo.
Los hombrecillos aceptaron encantados. Ana partió su pan en cuatro pedacitos y comieron todos juntos.
Cuando Ana se despidió para seguir buscando las imposibles fresas, el primer hombrecillo dijo:
—Por ser tan buena y compartir tu comida, te concedo que cada vez que hables, caigan monedas de oro de tu boca.
El segundo hombrecillo añadió:
—Y yo te concedo que cada día seas más bonita.
Y el tercero concluyó:
—Y yo, que te cases con un rey.
Ana les dio las gracias, aunque pensó que eran cosas muy extrañas. Al salir de la cabaña, ¡qué sorpresa! Justo detrás, entre la nieve, había un montón de fresas rojas y brillantes. Llenó su cesta y corrió a casa.
Cuando la madrastra vio las fresas y, sobre todo, las monedas de oro que caían de la boca de Ana al contar lo sucedido, se puso verde de envidia.
—¡Bruna, hija mía! —gritó—. ¡Tú también irás al bosque! ¡Pero tú llevarás un pastel delicioso y un abrigo bien gordo!
Bruna, que era muy egoísta, fue refunfuñando al bosque. Encontró la cabaña y entró sin llamar.
—¡Eh, vosotros! ¡Dejadme sitio junto al fuego! —gritó a los hombrecillos.
Cuando le preguntaron si quería compartir su pastel, Bruna respondió:
—¡Ni hablar! ¡Es para mí sola!
Y se comió el pastel entero sin ofrecerles ni una migaja.
Al irse, el primer hombrecillo dijo:
—Por ser tan egoísta y maleducada, te concedo que cada vez que hables, salgan sapos de tu boca.
El segundo añadió:
—Y yo te concedo que cada día seas más fea.
Y el tercero concluyó:
—Y yo, que tengas un final muy triste.
Bruna salió enfadada porque no encontró ni una fresa, solo ortigas y espinas. Y cuando intentó quejarse, ¡croac!, un sapo saltó de su boca.
Poco tiempo después, el rey de aquel país pasó cazando cerca de la casa de Ana. La vio, tan hermosa, y cuando ella le habló amablemente, monedas de oro cayeron al suelo. El rey se enamoró al instante y le pidió que se casara con él.
Ana aceptó feliz y se convirtió en reina.
La madrastra y Bruna estaban que rabiaban de envidia. Un año después, la reina Ana tuvo un bebé precioso. Aprovechando que el rey estaba lejos, la malvada madrastra y Bruna fueron al palacio, tomaron a la reina Ana y la arrojaron por una ventana al río que pasaba bajo el castillo. Luego, pusieron a Bruna en la cama de la reina, tapada hasta las orejas.
Cuando el rey volvió y fue a ver a su esposa, Bruna intentó hablarle, pero de su boca solo salían sapos y cada vez se veía más horrible. El rey se dio cuenta del engaño.
En ese momento, apareció en la habitación un pato muy grande y blanco. Era Ana, a quien los tres hombrecillos habían transformado para salvarla. El pato se acercó al rey y, con su magia, los hombrecillos la devolvieron a su forma humana, más bella que nunca, con su bebé en brazos.
El rey, al descubrir la maldad de la madrastra y Bruna, las expulsó del reino para siempre.
Ana y el rey vivieron felices muchos años, y de vez en cuando, la reina visitaba a sus amigos, los tres hombrecillos del bosque, llevándoles ricos pasteles y muchas sonrisas (¡y alguna que otra moneda de oro que se le escapaba al reír!).
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